domingo, 30 de agosto de 2009

Y A MÍ QUIÉN ME MANDA ENTRAR AL TRAPO...

...si sé que me voy a meter en un jardín del que probablemente salga trasquilada.

Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.
Lo que me gusta de tu sexo es la boca.
Lo que me gusta de tu boca es la lengua.
Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.

Julio Cortázar (Papeles inesperados)

El impacto de estos versos de Cortázar reside en su fuerza gráfica, en las imágenes que sugieren, para luego, cuando ya se ha disparado la imaginación, dar un quiebro hacia cosas más etéreas como la palabra y dejar en evidencia la retorcida mente del lector, que es un guarro y siempre está pensando en lo mismo. Este juego está muy bien, pero atendiendo exclusivamente a la literalidad de los versos, no dejan de ser mentira. O por lo menos no son ciertos siempre o no son ciertos los cuatro o no es esa la secuencia en todas las ocasiones. Porque el sexo es una parte de nosotros con vida propia sobre la que decidimos muy poco. Se puede llegar al sexo por la palabra, claro, pocos atributos tienen más poder de magnetismo y de seducción que la palabra bien utilizada. Sin embargo, si se emplea mal o retrata demasiado bien al objeto del deseo, puede ser letal para el sexo propiamente dicho. Cuando por esa boca tan sensual salen demasiadas imbecilidades, quiero decir.

Cortázar, que era un tío listo, seguramente sabía que el sexo también está en los ojos, en esa mirada que a veces se nos va por su cuenta y riesgo, mientras atendemos a unos sesudos razonamientos sobre política internacional; o en esa otra que sentimos clavada en nuestra nuca y que, mal que nos pese, nos obliga a meter la tripa y determina nuestras posturas, nuestros movimientos o nuestra forma de andar, como esos rituales de otras especies que vemos en los reportajes de National Geographic. Es el instinto que empuja a mi nieto de seis años a hacer el pino-puente en la piscina cuando está delante la vecinita rubia del tercero. Y es que nada estimula más el deseo que saberse deseado. El sexo también es ese impulso irracional hacia alguien con quien sabemos que no tenemos nada que ver en el terreno emocional, cultural o ideológico, pero que nos atrae como un imán porque, de alguna manera, esa "conquista" supondría una afirmación de nuestro propio poder de seducción, de nuestro propio ego. Un verano alquilé una casa cuyas ventanas daban a un corral; durante varios días observamos la persecución del gallo hacia una gallina que andaba por allí sin meterse con nadie y pasando del macho; el gallo cantaba sin parar, se contoneaba, desplegaba su plumaje, pero en cuanto se acercaba a su víctima ella salía despavorida al otro extremo del corral; entonces él se aplicaba a otra presa para al día siguiente reanudar el cortejo a la despectiva hembra. Así durante varios días, hasta que por fin la gallina cedió al acoso. Y fue llamativo cómo a partir de ese momento, el machito empezó a despreciarla mientras ella le buscaba con desesperación.

Ocurre, sin embargo, que esta civilización, por llamarle algo, nos tiene prohibidos los malos pensamientos y nos obliga -sobre todo a las mujeres- a revestir el sexo de sentimientos ya que las buenas costumbres no admiten que alguien nos puede atraer sin más razón que la pura hormona. Entonces nos inventamos ciertas virtudes en el contrario que justifiquen esa atracción irracional y la eleven al plano romántico, que está mucho mejor visto. Y, como en demasiadas ocasiones esas virtudes no existen, la relación muere de muerte natural como pasó con el gallo; entonces viene el fracaso y la frustración, el echar en cara al otro su carencia de las virtudes que nos hemos inventado y todas esas cosas tan manidas. Con lo fácil que hubiera sido, entre dos personas adultas, decir en su momento aquello de "en tu casa o en la mía" y pasar un buen rato sin más complicaciones.

Yo sé que lo que acabo de escribir encierra un cierto cinismo y escandaliza a los biempensantes, pero a mi me parece mucho más legal que los cuentos de hadas porque, a estas alturas del partido, todos sabemos que las hadas no existen y que una relación de pareja es infinitamente más compleja y más difícil que un buen polvo, con perdón.

Todo esto es pura teoría; por fortuna no somos máquinas y hasta en el encuentro más aséptico, emocionalmente hablando, se producen instantes mágicos de comunicación y de ternura -miénteme, dime que me quieres- que nos dejan el alma en cueros y nos vuelven vulnerables. Y precisamente esos son los momentos más placenteros, cuando bajamos las defensas y nos sentimos únicos e irrepetibles en los brazos del otro; son esos momentos los que crean vínculos y luego los recordamos con todo el cuerpo. Somos un poco masoquistas. Rizando el rizo y llevando las cosas al terreno de los sueños, no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió (Sabina dixit). Esa añoranza no se cura nunca.

Sobre este tema podría seguir escribiendo eternamente y si mis hipotéticos lectores me quieren pillar en un renuncio lo tendrán fácil, pero a mí me da igual porque todos somos muy parecidos y el que no lo sea, peor para él, bastante tiene con lo suyo. Seguramente cada párrafo contradice al anterior pues los pobres mortales somos una pura contradicción y en estas cuestiones más. Ya he dicho que el sexo tiene vida propia. Podemos controlarlo, domarlo y silbar El Puente sobre el río Kwai para disimular y para tratar de engañarnos a nosotros mismos, pero el deseo seguirá ahí y aparecerá en los momentos de debilidad a darnos la tabarra. Luego, somos tan complicados que los feos inteligentes quieren que los deseen por guapos, y los que están como un pan candeal y no necesitan hablar ni ser inteligentes, reniegan de su belleza y quieren que los amemos por su aguda conversación y su intelecto, en lugar de asumir cada uno sus propios talentos y explotarlos con sabiduría. O las mujeres que tenemos una edad y nuestro atractivo ya no reside precisamente en el body, nos empeñamos a veces en competir con las jovencitas de tripa plana en vez de sacar partido a todo lo que somos y a todo lo que sabemos. Y es que, en realidad, no sabemos casi nada, yo diría que afortunadamente; todavía hay espacio para la sorpresa.

Porque en estas cosas nunca se sabe; una se puede pasar la tarde en la cocina, preparar una cena deliciosa con velas, un gran reserva y Diana Krall de fondo, vestirse con esa ropa que le sienta tan bien, como en plan casual y, al segundo whisky, el tío va, se pone metafísico y le larga una brasa que acaba con la libido de cualquiera. O al revés, que le quieran arrancar la ropa en el ascensor cuando una está pensando en que le vence la letra del coche. Es todo muy raro.

Tengo un amigo que dice que la cuestión de la jodienda no tiene enmienda, vaya usté a saber por qué. Que ustedes rematen bien, si es que pueden.

miércoles, 26 de agosto de 2009

EL ÚLTIMO SONETO





viernes, 21 de agosto de 2009

DEL ALCOHOL Y OTRAS MISERIAS

Por lo general suelo recelar de las personas demasiado perfectas, las que no se permiten una mínima debilidad y nunca pierden los papeles; no fuman, no beben; tienen las cosas muy claras y no dudan ni titubean a la hora de tomar cualquier decisión, vamos que no hacen tonterías; para ellos no hay altibajos ni problemas de dinero porque se administran muy bien; han sabido hacer un capitalito porque venden cuando hay que vender y compran cuando hay que comprar; tienen sus casas ideales de la muerte, son ordenados y guardan hasta el tiquet de la droguería para hacer la declaración de la renta al céntimo, ya se ha dicho que nunca pierden los papeles; Además saben educar a sus hijos de manera que nunca se les desmanden ni les traigan un maldito suspenso ni un embarazo de penalty. Y encima, no sólo les respetan sino que también les quieren. Se entienden con sus parejas y a ninguno de los dos se les ocurre el más mínimo devaneo. Me inspiran recelo porque tanta perfección no es humana y casi siempre los hace implacables con las debilidades y los errores del común de los mortales. Te lo advertí, dicen, cuando a algún pobre mortal le salen las cosas torcidas. Para colmo suelen tener buena salud, lo que atribuyen a su correcta alimentación, a su falta de vicios, a su disciplina espartana y a sus horarios metódicos, con lo que tampoco disculpan al vecino cuando enferma, no me extraña, con esa vida que lleva mucho ha tardado en caer. Ya digo, la gente así me da un poco de repelús.

Quiero decir con esto que no soy una estrecha mental ni una talibana de la brigada antivicio. Más bien al contrario, como creo que he dejado claro en el post anterior y en otros muchos que se pueden encontrar a lo largo de este blog, en los que hablo de mis muchas y variadas flaquezas. Sin embargo hay algo que se me escapa con respecto al alcohol y que me encantaría que alguien me explicara. Yo bebo, ya lo he dicho. Me encanta tomarme un gin-tonic o dos tranquilamente en mi casa viendo una película o un partido de Rafa Nadal, leyendo un libro o escribiendo mis cosas. Y si salgo por ahí, a veces hasta me paso algún que otro pueblo; pero cuando esto me ocurre, siempre se me enciende una lucecita de alarma, me encuentro mal y sé que no puedo seguir; es más, no me apetece seguir. Entonces paro aunque tenga la copa entera, me tomo un acuarius y me voy a mi casa procurando no dar la lata. El alcohol -en su justa medida, que cada cual tiene la suya- produce un efecto desinhibidor que a los que somos más bien tímidos y retraídos nos viene muy bien. Nos hace más rápidos en las respuestas, más ingeniosos y ocurrentes y nos libera de ciertos pudores bloqueantes. Hasta ahí, todo bien; concedamos al alcohol sus virtudes sociales. Pero quisiera entender el mecanismo mental de los que, sin ser considerados alcohólicos, nunca encuentran el momento de parar; aunque se sientan mal, aunque ellos mismos reconozcan que están borrachos, siguen y siguen bebiendo y encadenan las copas una tras otra en una especie de vértigo irracional que los convierte en unos seres absurdos e intratables. Pocas espectáculos me parecen más patéticos y más deprimentes que el que ofrecen dos o tres tíos -porque suelen ser tíos- en un bar trasegando vaso tras vaso como en una competición grotesca; se diría que el objeto de la reunión no es la charla ni el intercambio de impresiones con los amigos, sino el simple hecho de beber y ver quién llega más lejos, como si el vaso fuera una prolongación de sus atributos más preciados; entonces olvidan las normas elementales del comportamiento civilizado y exhiben de forma obscena la más casposa iconografía del macho ibérico. Se ponen agresivos, prepotentes, patosos; miran el culo a las chicas ostentosamente, sin ningún disimulo ni respeto; si hay camarera se meten con ella abusando del poder que les otorga su posición en la parte de fuera de la barra, en fin, un horror. Y muchas veces son personas normales e inteligentes que en su estado natural serían interesantes, simpáticos e incluso atractivos. ¿Por qué no cortan a tiempo? ¿Por qué se autoinducen esa transformación del Dr. Jekyll en Mr Hyde? De verdad que prefiero el alcohólico confeso, con nombre y apellidos, consciente de que lo es, que se toma sus copas en silencio como quien se pincha en vena, a ser posible en soledad y oculto a las miradas ajenas. Por lo menos demuestra cierto respeto a los demás y, sobre todo, a sí mismo.

martes, 18 de agosto de 2009

LO DEL TABACO

Dice Trinidad Jiménez que la sociedad ya está madura para la prohibición absoluta de fumar en todos los espacios públicos. Por lo visto, aguantar que a uno le toquen las narices sin rechistar es un síntoma de madurez. La ministra también ha dicho con una beatífica sonrisa de condescendencia que los fumadores somos enfermos a los que hay que ayudar; esto es igual que en el colegio de monjas, cuando nos castigaban por nuestro bien.

Yo personalmente ya estoy bastante harta de ir por la vida pidiendo perdón y de que me traten como a una marginal con la que hay que tener un poco de compasión, cuando, con los impuestos que me cobran en el tabaco, estoy contribuyendo mucho más que los no fumadores a sostener este país, lo que incluye el sueldo de la señora Jiménez. Creo que los fumadores hemos aceptado la puta ley de forma civilizada. Respetamos a los no fumadores; no fumamos en el metro, ni en el descanso de los cines, ni por supuesto en la sala de espera de un hospital, ni en las aulas, ni en el banco, ni en el tren, ni el avión, ni en el supermercado, ni en el trabajo, ni en el Corte Inglés. Es decir, que durante la mayor parte de nuestro tiempo no fumamos. Pero ahora nos quieren privar también de una agradable sobremesa en un restaurante o de unas copas con los amigos en el Jazz Bar; nos están obligando a recluirnos en casa porque una sobremesa sin fumar para nosotros no es una sobremesa, es una tortura china; y las copas, tres cuartos de lo mismo. Yo, desde luego, no pago cincuenta o sesenta euros, ni treinta ni veinte tampoco, por cenar en un restaurante si no me puedo echar unos cigarros a los postres. O entre plato y plato; ni pago seis euros por un gin-tonic que no puedo acompañar de unos cuantos trujis. Y no soy un caso aparte, la mayoría de los fumadores piensa lo mismo. Y eso lo saben los empresarios del sector, la prueba es que cuando tuvieron que elegir, el noventa por ciento de ellos escogió el humo para sus bares y restaurantes. A lo mejor es que somos los que más gasto hacemos, ya he dicho alguna vez que los vicios nunca vienen solos. Sin contar con que los dueños de locales grandes tuvieron que gastarse una pasta en hacer la reforma pertinente para meter a los fumadores en un gueto y ahora se la tendrán que comer.

Yo sé que los no fumadores, que están en posesión de la verdad y nos perdonan la vida, leerán esto con un punto de conmiseración y cierto desprecio por esta pobre adicta; pero podían hacer el esfuerzo de tratar de entender hasta qué punto nos va a joder la vida la ampliación de la ley. No queremos favores, queremos derechos. Y si no ¿por qué no se prohíbe la venta de tabaco? ¿Por qué se permiten y se subvencionan los cultivos? Pues sencillamente porque es mucha pasta la que dejaría de entrar en la hucha del Estado. Todo esto es una hipocresía vergonzosa.

Fumar no es una actividad en sí misma, es algo que acompaña a la lectura, a la música, a las copas, al fútbol, a las partidas de cartas, a las confidencias. Es algo que acompaña al ocio y lo hace más atractivo. Fumarme un cigarro en la puerta del bar como una apestada no me sirve para nada más que para cabrearme. Yo me paso toda la mañana sin salir a la calle a echarme un pito porque no es eso lo que quiero. Quiero fumar mientras hago otras cosas, trabajar, hablar, leer, escuchar música, escribir. Para mí el tabaco es una placentera compañía en este trajín que es la vida; y ya lo he desterrado en las actividades laborales pero me niego a que me lo quiten también en el ocio.

Y ahora que ya no vamos a poder ver los partidos de fútbol en casa -a no ser que pasemos por una determinada taquilla- tampoco podremos verlos en el bar del barrio porque ¿quién concibe un Madrid-Barça sin un cigarro en la mano? ¿Cómo se puede soportar un penalty injusto sin ahogarlo en humo? Y los parroquianos que se reúnen en la tasca de la esquina para jugar al mus o a la garrafina ¿cómo van a perder un órdago sin consolarse con un pito? ¿Cómo van a ganarlo sin celebrarlo con otro? Un bar no puede ser un quirófano estéril, señora ministra. Es todo un contradiós, tanta corrección política se la podía meter por donde amargan los pepinos, señora Jiménez. Si en esto consiste ser europeo, prefiero que África empiece en los Pirineos. Ya está bien, hombre, ya está bien.

domingo, 16 de agosto de 2009

EL ARGENTINO

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. (Pablo Neruda)

Cómo le conocí no viene al caso. El hecho es que durante más de tres años -todavía no había nacido La Solateras- mantuvimos una correspondencia electrónica casi diaria, él en Buenos Aires, yo en Madrid. Nos unía nuestra común afición a la literatura, él a la prosa, yo en aquel entonces, a la poesía. Eran los suyos unos correos largos y envolventes en los que me hablaba de su país y de su vida, y me enviaba sus cuentos para que se los criticase, pidiéndome que fuera implacable y que no me limitara a alabárselos. Y a mí, aunque en realidad eran buenos, francamente buenos, me divertía sacarles pequeños defectos que él encajaba con deportividad. Poco a poco, se fue creando entre nosotros una complicidad y una confianza muy gratificantes. A mí me resultaba más fácil hablar con aquel desconocido que estaba a muchos miles de kilómetros y que, seguramente, nunca conocería en persona, que con muchos conocidos que, de una forma u otra, ya tenían su concepto sobre mí y todo lo que yo les contara lo pasarían por el tamiz de su propio juicio. Fuimos pasando sin apenas darnos cuenta de la exposición a la introspección, de la descripción de lugares, paisajes y costumbres a la confidencia pura y dura, a mostrarnos el uno al otro con esa libertad que sólo da el anonimato, el no poner cara al interlocutor. Todo esto sin que nunca hubiera entre nosotros la más leve insinuación de tipo amoroso, que de haberse dado, seguramente habría quitado espontaneidad a nuestras misivas.

De repente, en uno de esos correos me anunció su visita a España; Sonia y Gustavo le habían conseguido un pequeño apartamento en la calle de Lagasca para un mes. Para mí fue una mezcla de ilusión por conocerle y pavor porque me conociera y se le cayera la imagen que se había forjado sobre mí, seguridad en sí misma que tiene una.

Cuando nos encontramos me pareció un señor un poco antiguo. Muy elegante, muy caballero al estilo tradicional, algo ceremonioso de más. Pero pronto se rompió el hielo y se hizo realidad la confianza que hasta entonces sólo había existido por correspondencia. Era un enamorado de España y de todo lo español y le enseñé todos los lugares que presentía que le iban a gustar: el Madrid de los Austrias, el Museo del Prado, el Rastro, La Plaza Mayor, la de Oriente, el barrio de Las Letras. Le llevé a comer caracoles al Amadeo, a los mesones, a cualquier tascucio que cuánto más castizo más le entusiasmaba. Fuimos a Toledo, al Escorial, a Aranjuez, a Salamanca, a Ávila, a Segovia, a Chinchón, a Sigüenza, a Medinaceli, y cada piedra, cada calleja, cada catedral y cada bar se le volvía puro deslumbramiento -qué presiosura, negra- y me contaba la historia de mi país, de la que sabía mucho más que yo. Era muy culto y, en concreto de España, lo sabía todo. Hasta entendía de toros, lo que en su país es muy poco frecuente. Con el tema taurino tuvimos discusiones, porque yo no sólo no entiendo y no me interesan sino que casi me repugnan y para él era una religión. Pero nos reíamos juntos -era muy inteligente y tenía un sentido del humor genial- y pasábamos muy buenos ratos.

Y sí, bueno, me llegué a ilusionar, qué pasa.

Cuando volvió a su país, ya me dejó sacado el billete para que fuera yo a Buenos Aires en mis vacaciones. Y fuí, ya lo creo que fuí. Fué un viaje precioso, con el mejor cicerone, fuera de todas las rutas turísticas, no hubo cataratas de Iguazú. Pero me enseñó Buenos Aires a lo ancho, a lo largo y, sobre todo, a lo hondo, descubriéndome cada rincón y cada barrio de una ciudad tan intensa y tan variada y haciéndome respirar el aire particular de cada uno. El señorial Palermo, la popular Boca, el bohemio San Telmo, el inabarcable Río de la Plata que es tan ancho como el mar y no se ve "la vecina orilla", el centro de la ciudad, tan cosmopolita y tan moderno como Chicago, la Plaza de Mayo con la Casa Rosada, su historia y sus madres; y los veteranos de las Malvinas paseando su frustración y su abandono, después de una guerra organizada por el poder para despertar el sentimiento patrio y desviar la atención pública de los excesos de la dictadura militar. Me quise morir de envidia en las "milongas" donde los porteños van a bailar tango por el gusto de bailarlo y era un lujazo ver los lazos que trazaban con los pies y la sensualidad que rezumaban las parejas. Y los boliches donde se reunen para guitarrear y cantar esas canciones tristes y dulces de gauchos. El café Tortoni, intelectual y decadente. El Ateneo, antiguo cine y teatro Grand Splendid en la avenida de Santa Fé, reencarnado en una impresionante librería que conserva todos los atributos de la vieja sala: los palcos, el escenario, las molduras del techo y una magnífica cúpula. La pequeña plazoleta de Julio Cortázar, con aquel aire ácrata tan atractivo.

Sin embargo, con todo lo maravilloso que fue el viaje, todavía me duele recordar cómo algo se me rompió por dentro entonces, algo difuso pero concreto, casi material, esa parte irracional de las relaciones que no podemos controlar; supe que aquello no podía ser. Que yo no le podía querer más allá de lo que se quiere a un amigo, a un gran amigo, y seguramente mucho menos de lo que él se merecía. Y me volví a España llevando en el equipaje el peso de un nuevo fracaso.

Se lo dije, pero no obstante nos seguimos escribiendo y el verano siguiente volvió a venir a Madrid. No sé si quise darle -darnos- otra oportunidad pero no resultó. Sólo sirvió para reafirmarme en mis sentimientos o en mi falta de ellos. Entonces se le presentó a Gustavo el fulminante tumor cerebral que se lo llevó en dos meses. Pero eso es otra historia, otra historia triste, que ya conté en su momento.

Cuando se fue a Argentina, le confirmé mi decisión irrevocable y ya no le volví a ver. El siguió escribiéndome y yo contestándole pero cada vez de forma más distanciada. Los lectores más antiguos de este blog y del anterior, recordarán sus agudos comentarios, llenos de inteligencia y de sentido del humor.

Se presentó varias veces al premio Max Aub de cuentos y siempre quedó finalista. Cuando me felicitó por mi cumpleaños, el pasado mayo, me decía: ...Y por tercera vez consecutiva fui finalista del Max Aub de este año con el cuento del gato que vos conocés. Los 6.800 euros del premio se los dieron a una madrileña a quien si ves por la calle sería bueno que la lleves por delante con el auto. Estoy cansado de patear la pelota en el Max Aub, pegar siempre en el poste para que los goles los haga otro. Por lo visto en mayo le operaron de algo oncológico, pero en su correo no me decía nada de que tuviera problemas de salud. El veintisiete de julio le felicité yo a él y no obtuve respuesta. Mi correo se ha quedado colgado en algún lugar del ciberespacio. No tenía internet en casa -allí no es tan corriente- pensé que estaría fuera, quién sabe dónde; no sé lo que pensé. Cualquier cosa menos la cruda realidad que me contó Sonia hace dos días: Luis, el Argentino, ha muerto el día ocho de agosto. No sé qué hice yo ese día, ni qué gilipolleces ocuparían mi cabeza mientras él se moría; no sé si estaba en su casa o en un hospital, no sé qué mano apretó la suya; no sé si me dedicó un último pensamiento, pero la noticia de su muerte me ha hecho un nudo en el corazón que no creo que pueda desatar fácilmente. Las personas importantes nunca se van del todo y él lo fue, seguramente más de lo que yo creía.

Hacía tiempo que había desaparecido del blog; pero ahora quiero pensar que estaba escondido detrás del enigmático
Quevedito de los sonetos aquellos. De manera que si el abajo firmante no se retrata, para mí siempre será El Argentino el autor. ¡Cómo pude ser tan imbécil de no darme cuenta!

No voy a poner un tango ni una milonga de ningún peón del campo. Voy a poner la Habanera de los Ojos Cerrados, que le hacía soñar con Cádiz y con Andalucía, a las que nunca conoció. Para el Argentino.

Y si esto no es un streptease, venga Dios y lo vea.

jueves, 13 de agosto de 2009

EXISTIMOS

Ayer, comida bloguera. No fue como la primera vez -nada es nunca como la primera vez, afortunadamente- entonces, quieras que no, había ese morbillo de cita a ciegas y ahora ya nos conocíamos. Ayer éramos cuatro personas humanas que nos hemos encontrado a través de la blogosfera, pero eso ya sólo es una circunstancia perfectamente prescindible. Ahora hemos recuperado nuestros nombres de pila y la realidad de cada una ha reemplazado al personaje virtual.

Me gustó verlas y comprobar que Elefancia se sigue manteniendo en ese difícil equilibrio entre la limpieza mental y la inteligencia que la hace tan especial. Está guapa la tía con su aire angelical, como de ir por ahí levitando y no haber roto nunca un plato y, al mismo tiempo, esa manera tan suya de estar al loro sin que se le note; de no perder ripio sin pretenderlo, como quien no quiere la cosa. Y luego va, sonríe y pide perdón por ser feliz.

Aguamarga tampoco ha variado, salvo en que se ha cortado el pelo. Conserva en plena forma su ironía levemente cáustica y su mirada implacable sobre una realidad de la que se distancia todo lo que puede; quizá es la única forma de ejercer una crítica saludable. Y me alegra verla más contenta que hace un año, más conforme o mejor adaptada al medio. O quizá es el medio el que se ha adaptado a la situación, el caso es que las piezas de este puzle tan difícil van encajando poco a poco.

La que más ha cambiado -a mejor- ha sido Ybrim. A pesar de que la vida -o la muerte- se ha empeñado en cebarse con ella, está renaciendo de sus propias cenizas, tal como yo le he pronosticado alguna vez, y ahora no descarta el amor ni la posibilidad de compañía; vamos, que está empezando a tener alma de jota. ¡Bien!

A mí me regañaron las tres porque, dicen, ya no hago streptease y tampoco meto caña a los políticos. Pero es que los años no pasan en balde y, desde que me he convertido en una gorda feliz, mi desnudo no es lo que era; una ya no puede exhibir aquella soledad tan sexy que le dió nombre. Y en cuanto a la política, pues qué queréis que os diga, la pesadez de la trama Gürtel, los bolsos de la señá Rita -aunque sea valenciana el nombre le va que ni pintado, tan flamenca ella, tan tetona y tan maternal- y los trajes de Paco Camps -para los que ni siquiera fue a que el sastre le tomara medidas y viera a qué lado carga- me parecen unos temas tan cutres que no dan para más y a esa bazofia ni siquiera se le puede llamar política. ¡Por favor, que al menos se vendan un poco más caros! Y los enormes pucheros de habas que se cuecen a diestra y a siniestra, casi han acabado con mis antiguos fervores y me están hundiendo en el más profundo escepticismo. Aguamarga se quejó de que mis hipotéticos lectores ya no me dan leña, que se limitan a hacerme la ola. Pues que escriba ella, no te jode

Copas en el Jazz Bar y entrada triunfal de Cock en carne mortal. Elefancia y yo le tenemos muy visto, pero Ybrim y Aguamarga hasta pudieron tocarle. Resulta que existimos.

miércoles, 12 de agosto de 2009

POETAS

El anterior post ha sido un experimento; un intento fallido de recuperar mi vena poética, tanto tiempo abandonada. Pero una vez más he comprobado que la poesía es, dentro de la literatura, el arte más difícil y que hay que ser muy sabio, muy valiente o muy inconsciente para atreverse con ella. En mi opinión, la poesía es el arte de disponer las palabras cotidianas de forma tal que nos dejen sin palabras. Quiero decir que no se trata de hablar de la alborada o del perfume de las glicinias -que diría mi amigo Enrique- sino de cualquier tema, por pedestre que sea, tocándolo con la varita mágica de la seducción. Pero esa varita mágica no es tal, sino que es fruto de un trabajo minucioso de orfebre del lenguaje, cincelador del verbo, interiorista del idioma, indispensable para obtener un espacio acogedor donde el lector se sienta como en casa. En un buen poema el lector debe reconocerse, porque somos tan ególatras que lo que más nos emociona -o nos conmociona- es nuestra propia peripecia personal.

El otro día sin venir a cuento, ante una bobada absolutamente trivial, me acometió una llantina absurda que ni yo misma supe a qué venía. Después quise trasladar al papel -o a la pantalla del ordenador- la perplejidad que me produjeron esas lágrimas inoportunas y descontroladas y buscar una explicación mínimamente racional que las justificara. Y lo quise hacer de una forma poética; lo que me salió ya lo habéis visto: un poemilla bastante patético que, encima de los numerosos defectos de forma, ni siquiera transmite lo que quiere transmitir sino, acaso, sólo una cierta confusión mental.

Por eso, mi reverencia más profunda ante aquellos que me enseñan -e incluso, me descubren- mis propias miserias. Si sabe de una cosas que ni una sabe que sabía, cantaba Sabina en su famoso rap. Y encima lo hacen enfajando las palabras en una métrica, en una musicalidad, que consigue que ese espacio no sólo sea reconocible y acogedor sino también hermoso. Casi ná.

sábado, 8 de agosto de 2009

RESUMIENDO

jueves, 6 de agosto de 2009

UNA TRISTE SORPRESA

Hace calor en Madrid, hace mucho calor. Las noches son una pesadilla de sudores, insomnio y paseos por la casa. Para beber agua, para fumar, para leer, cualquier cosa buscando el sueño que no llega. Y una desgana inmensa para ponerme a escribir, si me dejo llevar por la inercia este blog morirá de inanición en breve.

Una semana en Sigüenza. Sigüenza en julio ya no es lo que era. Antes era un mes muy agradable, sin el bullicio de agosto pero con la suficiente gente como para tener con quién tomarse unas cañas o sentarse en la Alameda por la noche a charlar tranquilamente, bajo un cielo cuajado de estrellas. Ahora, entre semana, es una soledad aplastante; a las diez de la noche no hay nadie por la calle ni en los bares y por más que una ponga toda su buena voluntad por alargar la jornada, a las once están echando el cierre en todas partes y no queda otra que irse a casa con un libro, que no es mal plan, pero la verdad, no es eso lo que una espera de una semana de vacaciones. Me fuí sola -Fernando se quedó aquí con su ordenador y sus cosas- para pasar con mi madre el día de su santo y ver a unos cuántos amigos con los que contaba. Pero hasta el jueves no llegó nadie. Así que me he pasado cuatro días repartiéndome entre la piscina municipal y el jardín con mi madre, aunque eso sí, trabajando. Y es que, los dioses culés, no contentos con el jodío triplete del Barça, han castigado mi perversidad mandándome un trabajo de corrección sobre tan ilustre y excelso club de fútbol; con lo que me he empapado de su gloriosa historia y he comprendido que, realmente, es mes qu'un club. Es La Luz; es La Verdad; es La Patria; es la leche en bote. ¡Dios, qué brasa!

Por fin llegó Arturo, y nos fuimos con mis hermanos y otro amigo a Saúca, a comernos unos huevos fritos con patatas y lomo de la olla en El Goyo. Saúca es un pueblo formado por unas pocas casas, una iglesa románica preciosa, en cuyo claustro duerme la luna, y El Goyo, que es la catedral de los huevos fritos. A la vuelta mis hermanos atropellaron a un jabalí; mejor dicho, el jabalí atropelló al coche de mis hermanos, a juzgar por cómo quedó el vehículo. Era la una de la madrugada cuando llegó la grúa a llevarse los restos; mientras tanto, nosotros en la cuneta muertos de frío y Arturo queriendo que exploráramos los campos para buscar al bicho y llevarlo ante la Guardia Civil; pero se había dado a la fuga como Farruquito cuando aquello, supongo que para morir en la intimidad.

Al día siguiente por la noche llegaron Mª Paz y Antonio y los cazamos lo que se dice al vuelo para irnos a cenar. Esa cena resultó regular porque hubo quien se pilló un absurdo rebote de príncipe azul destronado que no alcanzo a comprender; y es que, como es sabido, los misterios del ser humano son insondables. Mª Paz tuvo el detallazo de ir a ver a mi madre y estuvimos de charleta con ella en el jardín, no sé por qué, hablando de la guerra -la Guerra Nuestra, dice ella- y esas cosas; si serán insondables los misterios del ser humano que mi madre dijo que había sido la mejor época de su vida, lo que hay que oír. También hablamos de lo bien que estaba Pili, la madre de Mª Paz, que casi con la edad de la mía hacía la compra sola como una chavala. Yo siempre la recuerdo con sus pies diminutos y sus zapatos de tacón bajito, discreta, tranquila, perfectamente peinada y arreglada y con una sonrisa triste.

El viernes fui a la estación a buscar a Fernando que venía en un tren de cercanías, y vimos la elección de la reina de las fiestas y su corte de damas en la Alameda; hacía frío pero todas iban con sus vestidos palabra de honor de colores brillantes y sus bandas, atendiendo las agudas preguntas del presentador, qué esperas de las fiestas y cosas así. Seguro que estas chicas son inteligentes, universitarias y preparadas, pero aquellos vestidos tan cursis, aquellas bandas y aquellos bucles en el pelo les daban un aspecto como de estar fuera de sí mismas, embutidas en un cuerpo ajeno. Antonio y yo cantamos eso de qué buena está la reina, la reina, la reina, qué buena está la reina, la reina qué buena está y un señor nos miraba con cara de pocos amigos. Nos despendolamos un poco, bailoteando con el grupo de música que tocaba cosas antiguas, de cuando entonces. Nos tomamos unas copas de esas que no emborrachan pero dan la risa floja y lo pasamos muy bien. Arturo se había ido por la mañana, en un arranque de los suyos. Y el domingo a Madrid para trabajar el lunes. Me quedan sólo cinco días de vacaciones que los voy a guardar como oro en paño.

Cuando sonó el teléfono en la oficina y Mariapi me dió la noticia, no me lo podía creer. Me quedé como un tentetieso de esos que se tambalean de lado a lado sin llegar a caerse. Pili había muerto de repente en Fuenterrabía, dos días después de estar hablando de ella con mi madre; un día después de estar haciendo risas con Mª Paz. De repente, las risas y los bailes de la noche del sábado eran un recuerdo lejanísimo. Pili, la más fuerte de todas, en la fragilidad de su cuerpo menudo. La más autónoma de todas nuestras madres; la que nunca envejeció. Cuando antes de ayer la despedimos en el cementerio de San Justo, todavía las lágrimas de sus hijos se abrían paso a través de una cortina de perplejidad. No sé cómo se pueden comer esto Mª Paz y sus hermanos. Sé que nada de lo que diga les puede consolar, pero quiero que sepan que estoy con ellos.