Por lo visto, es opinión general -y seguramente acertada- que este blog, cuando habla de temas más o menos personales, adolece de melancolía. Qué le vamos a hacer; con esto ocurre como con la menopausia, que es cosa de la edad y, encima, una siempre ha tenido tendencia, incluso desde antes de tener casi nada que añorar como no fuera el futuro.
Está muy bien ser una persona racional y pragmática, poner distancia con el pasado individual y colectivo, y mantener a raya los sentimientos sin dejar que interfieran en nuestra vida ni tomen decisiones por nosotros; seguramente nos ahorraríamos muchos errores en el terreno práctico cuyas consecuencias luego arrastramos durante largo tiempo, tan largo que a veces es para siempre. Lo que pasa es que con mucha frecuencia nuestros actos y nuestras decisiones acarrean daños colaterales en mucha gente, gente a la que queremos, que nos preocupa y a la que intentamos no perjudicar o perjudicar lo mínimo imprescindible, aún a costa de perder un poco. Hablo de ser racional, pero acabo de escribir gente a la que queremos, ya estoy mezclando sentimientos, no tengo solución. Y es que las historias -nuestras historias- casi nunca son blancas o negras, se mueven en la ambigüedad de los grises, en el embarullado espacio de la duda y la contradicción.
Por otra parte, una a veces se pasea por la calle Melancolía para no meterse en el callejón sin salida de la realidad. A estas edades recibimos más malas noticias que buenas, a pesar de que algunos tratemos de inventarnos la vida cada mañana. La realidad es tozuda y cada vez son menos los motivos de alegría, aunque no diré yo que no los haya, virgencita, virgencita que me quede como estoy, tal como se presenta el patio. El otro día hablaba con Pitoya -que es una persona luchadora, optimista y vital y lo ha demostrado durante toda su vida- y se le entrecortó la voz cuando me dijo ¡madre mía, qué etapa nos queda!
Cada uno se protege como puede de la que está cayendo -y no me refiero a la puta crisis- algunos cerrando los ojos y escondiéndose en un permanente lolailo, que me parece muy bien para el que lo sepa hacer y le sirva, pero no es mi caso; otros en el alcohol y entonces puede ser peor el remedio que la enfermedad, los menos en el trabajo si lo tienen y les llena y muchos en la melancolía, que es un refugio ilusiorio pero que no hace daño a nadie. Además, cuando la melancolía se mezcla con el talento, surgen cosas como esta canción o Blowing in the wind, por poner algún ejemplo de obras maestras melancólicas; ni de lejos me comparo con esos maestros, pero lo sigo intentando a ver si alguna vez suena la flauta. Yo no tengo receta, trato de aprovechar los buenos ratos, que los hay, disfrutar con mis amigos y evitar en lo posible los malos rollos. Quitar importancia a lo que no la tiene, obviar las tonterías que oxidan las relaciones, ya sean de pareja, familiares o de amistad y valorar todo el rato la suerte que tengo.
Y procurar no quedarme sin que la gente que quiero sepa que la quiero. Que luego, de repente, se acaba el tiempo.
Está muy bien ser una persona racional y pragmática, poner distancia con el pasado individual y colectivo, y mantener a raya los sentimientos sin dejar que interfieran en nuestra vida ni tomen decisiones por nosotros; seguramente nos ahorraríamos muchos errores en el terreno práctico cuyas consecuencias luego arrastramos durante largo tiempo, tan largo que a veces es para siempre. Lo que pasa es que con mucha frecuencia nuestros actos y nuestras decisiones acarrean daños colaterales en mucha gente, gente a la que queremos, que nos preocupa y a la que intentamos no perjudicar o perjudicar lo mínimo imprescindible, aún a costa de perder un poco. Hablo de ser racional, pero acabo de escribir gente a la que queremos, ya estoy mezclando sentimientos, no tengo solución. Y es que las historias -nuestras historias- casi nunca son blancas o negras, se mueven en la ambigüedad de los grises, en el embarullado espacio de la duda y la contradicción.
Por otra parte, una a veces se pasea por la calle Melancolía para no meterse en el callejón sin salida de la realidad. A estas edades recibimos más malas noticias que buenas, a pesar de que algunos tratemos de inventarnos la vida cada mañana. La realidad es tozuda y cada vez son menos los motivos de alegría, aunque no diré yo que no los haya, virgencita, virgencita que me quede como estoy, tal como se presenta el patio. El otro día hablaba con Pitoya -que es una persona luchadora, optimista y vital y lo ha demostrado durante toda su vida- y se le entrecortó la voz cuando me dijo ¡madre mía, qué etapa nos queda!
Cada uno se protege como puede de la que está cayendo -y no me refiero a la puta crisis- algunos cerrando los ojos y escondiéndose en un permanente lolailo, que me parece muy bien para el que lo sepa hacer y le sirva, pero no es mi caso; otros en el alcohol y entonces puede ser peor el remedio que la enfermedad, los menos en el trabajo si lo tienen y les llena y muchos en la melancolía, que es un refugio ilusiorio pero que no hace daño a nadie. Además, cuando la melancolía se mezcla con el talento, surgen cosas como esta canción o Blowing in the wind, por poner algún ejemplo de obras maestras melancólicas; ni de lejos me comparo con esos maestros, pero lo sigo intentando a ver si alguna vez suena la flauta. Yo no tengo receta, trato de aprovechar los buenos ratos, que los hay, disfrutar con mis amigos y evitar en lo posible los malos rollos. Quitar importancia a lo que no la tiene, obviar las tonterías que oxidan las relaciones, ya sean de pareja, familiares o de amistad y valorar todo el rato la suerte que tengo.
Y procurar no quedarme sin que la gente que quiero sepa que la quiero. Que luego, de repente, se acaba el tiempo.