El día veintisiete de abril del veintiuno,
a hora indeterminada,
quizá usted estuviera en el supermercado
o tal vez les daría la merienda a sus niños
o algún afortunado puede que se encontrara
en los brazos ardientes de su amante.
Seguramente alguien estaría angustiado
con los números rojos trepando por su espalda
mientras una mujer se palparía el vientre
buscando los latidos de su hijo.
Quizá alguna pareja estuviera buscando
un piso baratito donde juntar sus vidas
y un opositor, encerrado en su cuarto,
estaría estudiando derecho de familia.
Tal vez habría llovido, no recuerdo,
y tal vez se jugaba un partido importante
−tampoco me enteré del resultado−.
Quién sabe lo que harían las personas decentes
mientras Tomás Gimeno
–quiero poner su nombre y apellido
que no se nos olviden
los nombres de los monstruos−
mataba a sus dos hijas,
las asfixiaba con sus propias manos,
las metía en dos bolsas de deporte,
dejaba al perro en casa de sus padres
-dos niñas muertas en el maletero,
objetos de dolor para el dolor-,
las subía a su lancha fuera borda
navegando a la zona más profunda.
Luego lastró las bolsas con un ancla
y las lanzó al abismo de la nada.
El día veintisiete de abril del veintiuno,
el campo reventando de jaras y cantueso,
el horror se vistió con ropa deportiva,
la MALDAD con mayúsculas, químicamente pura,
el machismo más cruel, más refinado,
asesinó con saña a sus dos hijas.
Y el mundo seguirá, como si nada.