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Todo lo que pueda decir sonará a tópico, pero es que los tópicos casi siempre son ciertos. Sin embargo, el tópico que dice eso de que la perfección no existe se ha demostrado falso durante ochenta y tres años. La perfección dejó de existir hace tres días, el veintiséis de septiembre de 2008, pero hasta entonces existía. Y si no que alguien invente otro calificativo para definirle, porque ninguno de los que vienen en el diccionario de sinónimos me sirve para cambiarlo por PERFECTO.
Ybrim tiene razón cuando asegura que sí, que hay gente imprescindible. El mundo seguirá, me temo, pero desde el día veintiséis será todavía un poco peor, todavía un poco más triste, todavía un poco más sórdido, todavía un poco más feo. Paul Newman era necesario para que el mundo fuera un poco más vivible.
Ayer leí un artículo de no me acuerdo qué periodista varón y heterosexual que decía con mucha gracia que la belleza de Paul Newman le hacía dudar de su propia sexualidad; yo lo que creo es que tanta perfección está por encima del sexo, que es sólo para estremecerse mirándole, como quien mira una obra maestra. Soñar con poseerlo son ganas de sufrir, igual que la pobre gata, ardiendo sobre el tejado de zinc. Porque es imposible poseer unos ojos líquidos que miran desde tan dentro y besar una sonrisa indescifrable. Siempre me han dicho que no se puede poseer a dios. ¡Qué méritos no tendrá Joanne Woodward!
Hace casi veintiocho años, cuando murió Steve McQueen, otro de mis amores, me daba vergüenza llorar pero pude camuflar mi llanto en una supuesta depresión post parto, aprovechando que acababa de tener a Marta. Ahora no se me ocurre ninguna excusa pero como soy mucho más vieja y tengo menos vergüenza, creo que me voy a permitir el lujo de confesar públicamente que siempre he amado en silencio a Paul Newman y que no sé como voy a poder superar este golpe.
Ví la película en el cine el año pasado y me quedé con ganas de más. Se me hizo corta, pensé que esta película la tenía que volver a ver despacio, repitiendo escenas, saboreando cada diálogo y cada gesto. Ahora, gracias al e-mule, y al fastuoso reproductor de DVD que me regalaron mis hijas por mi cumple, la he vuelto a ver pirateada; yo sola en casa, con un gin-tonic y una cajetilla de L.M. Y ha sido un verdadero placer. He oído en la radio que los americanos quieren cortar internet a los que hagan mal uso, es decir, a los que pirateen más de la cuenta, como si se pudieran poner puertas al campo. Usted robe, pero con moderación.
Para los que no la hayáis visto, se trata de una pequeña gran película, de esas de bajo presupuesto que hablan de seres humanos, de personas reales, que son las que a mí me gustan. Una producción por las que merece la pena que el cine europeo siga existiendo; y siga siendo así, cine europeo, sin grandes alardes técnicos, sin efectos especiales; solamente contando historias en las que el efecto más especial es la vida.
Maggie es una abuela, de mi edad más o menos. Una maruja que vive de su pensión de viudedad y que no sabe hacer otra cosa que ir al mercado, limpiar su casa, planchar y coser la ropa. En una situación límite -un nieto muy enfermo- necesita pasta para quemar un último cartucho, una última posibilidad de salvar al niño. Y el único modo que encuentra es prostituirse; una modalidad de prostitución ciertamente novedosa, en la que los clientes no ven a la trabajadora y ella sólo ve -y trabaja- una parte muy concreta de los clientes. Vamos, que la película deja el mensaje de que masculinidad es sinónimo de genitalidad y, por lo tanto, a los tíos se les pilla por los bajos, algo que me parece un insulto y yo me niego a aceptar. Pero eso es un debate que merece un post entero. También sugiere que todo el mundo tiene su precio y que no somos conscientes de las habilidades que podemos llegar a desarrollar en caso de necesidad.
Con este planteamiento tan simple, la película despliega un muestrario de miserias y grandezas humanas, de prejuicios y de mitos caducos que yo no creo que llegue a verlos desaparecer de nuestra cultura. Maggie -Irina Palm de nombre artístico- realiza su trabajo con la misma frialdad, la misma rutina e idéntica falta de culpa que podría tener una asistenta por horas; decora su "despacho" con objetos personales, unos cuadritos y una flor de plástico, se pone una bata de limpiadora y al tajo.
Los infiernos familiares, las difíciles relaciones suegra-nuera, las tensiones de una pareja joven sobrepasada por las circunstancias, el deterioro que a veces sufre el amor cuando se encuentra en situaciones críticas. La intransigencia hipócrita de la sociedad ante las debilidades sexuales, los tabús anacrónicos del sexo. El rechazo del hijo a aceptar el dinero cuando se entera de su origen y los insultos tópicos que dedica a su madre. Me pregunto si la habría tratado de la misma forma en el caso de que el dinero lo hubiera obtenido, por ejemplo, cobrando comisiones a empresas inmobiliarias.
En fin, que esta película pone encima de la mesa todas las aristas de la realidad, las desmenuza y las trata con ironía, ternura y sentido del humor.
Para mí ha sido también el descubrimiento de Marianne Faithfull, un pedazo de actriz y cantante de mi generación -novia en su juventud nada menos que de Mick Jagger, cuando ya era Mick Jagger- a la que incomprensiblemente yo no conocía. Lo que me hace pensar en la cantidad de cosas que me he perdido y las que todavía me quedan por descubrir. Marianne Faithfull que, según se aprecia en la foto, es o fue una bomba de sensualidad, interpreta magistralmente a una mujer madura y convencional en sus formas, gorda, anodina, físicamente abandonada y carente de la más mínima sofisticación. Lo que se entiende por una maruja que, sin embargo, se salta todas las reglas cuando un motivo importante lo requiere. ¿El fin justifica los medios? Esa es la eterna pregunta.
Miki Manojlovic, un actorazo al que tampoco conocía, encarna al dueño del negocio; un chuloputas tierno y sentimental que además está como un queso. La película deja abierta una puerta a la esperanza, porque muestra que el amor y la buena gente pueden esconderse en cualquier sitio, incluso en el más sórdido. Si no la habéis visto, haceros con ella. A piratear tocan.
Pasar un sábado en casa, sola y voluntariamente es un verdadero placer. Ayer hice el propósito de no quedar con nadie, de no ponerme horario, de dejarme a mi caer. Levantarme cuando me lo pidiera el cuerpo -que a diario me pide dormir mucho más de lo que le dejo- desayunar sin prisas; ya espabilada, echarme otra vez en la cama con Javier Marías -bueno, con su libro- hace falta estar muy despierta para no perderse ni uno sus pensamientos y ver pasar la vida a través de esa mirada minuciosa con la que desmenuza hasta el más mínimo detalle del ser humano. No conozco otro escritor que saque tanto jugo de los gestos, de la expresión corporal, consiguiendo que el lector vea al personaje en sus tres dimensiones físicas y en las infinitas mentales y emocionales. Es un escritor denso y culto, no muy fácil de leer, que cada vez que se interrumpe la lectura hay que retroceder al menos un par de páginas para retomar en el último punto y aparte. Pero engancha y uno está deseando disponer de un rato largo para sumergirse en su literatura. Lo cierto es que cada vez envidio más a los buenos escritores y cada vez me hacen pasar mejores ratos. Además, cuando doy con uno de ellos, me ocurre -yo creo que afortunadamente- que consigo separar al autor de la obra, disfrutar de lo escrito independientemente de que me caiga mejor o peor el escritor y coincida más o menos con su ideología o su actitud vital.
Un día en casa, sola, da para mucho. Para leer como digo, para ver una peli antigua de Gary Cooper mientras meto los dobladillos de unos vestidos de la gorda -la gorda es mi nieta Carmen- para podar las plantas oyendo música y para pensar con calma en cosas de la vida. Por ejemplo, en por qué es tan difícil hablar de política sin acalorarnos y sin ofender a un interlocutor ideológicamente distinto o sin sentirnos ofendidos por él. He visto en la tele las imágenes de unos energúmenos insultando a Rajoy a la puerta de la sede del PP, pidiéndole a gritos y con gesto de furia que les devuelva su voto, y me he preguntado si no nos habremos vuelto locos. Si eso hacen con Rajoy, qué no harían con ZP si se les pusiera a tiro. Los poseedores de la verdad absoluta tienen un grave problema y es que a todos los que nos movemos en el campo de la duda, del sí pero no, de la crítica y de la autocrítica -aunque cada uno tire más para un lado que para otro- de la incertidumbre o de la simple evolución nos consideran sus enemigos. Eso es así en general, cuando se trata de rojos de mierda que no tienen nombre ni rostro conocido. Pero cuando se trata de alguien a quien conocen y a lo mejor hasta quieren, a lo más que llegan es a perdonarle la vida y quererle "a pesar de todo", en mi opinión con una falta de respeto absoluta hacia personas adultas que tienen derecho a opinar, a pensar y a dudar.
No sé, pero me da miedo tanta agresividad. Las verdades absolutas han producido mucho dolor y mucha muerte a lo largo de la historia. Ayer terminé el día viendo en la tele la tremenda película de Oliver Stone Nacido el 4 de Julio. Ya la había visto y tenía un recuerdo muy general de ella, pero anoche me estremecí con algunas escenas que tenía olvidadas. Cuando después de la terrible matanza de campesinos vietnamitas -se supone que es la de My Lay- los americanos sufren un ataque del Viet Cong y, en la confusión de la batalla, el soldado que encarna Tom Cruise mata a un compañero. Al llegar al campamento va aterrorizado a confesar su "crimen" a su superior y éste, enfurecido, le echa del despacho diciéndole que no quiere oir gilipolleces. No sé por qué os cuento una película que supongo que habréis visto todos, pero es que me da miedo el odio, me da miedo la falta de respeto, me da miedo la cerrazón. Me dan miedo las verdades absolutas.
Me he despertado con la noticia de la muerte de Charlton Heston, el mito erótico masculino de los últimos 50 y primeros 60, cuando se llevaba el hombre-hombre; su muerte me ha traido a la memoria los últimos coletazos de mi niñez y mi entrada en la adolescencia. Creo que la imagen del cuerpazo de aquel galeote sudoroso, con el taparrabos en el mismísimo borde de la lujuria, tuvo mucho que ver con mi despertar a las verdades de la vida. Recuerdo que por entonces estaban pintando la galería de mi colegio donde las alumnas, dispuestas alrededor, rezábamos algo antes de entrar a clase; luego desfilábamos en fila india entonando "Con flores a María" si era el mes de mayo o "Montañas nevadas" en cualquier otra época del año, y cada una iba entrando a su aula al pasar por la puerta. Pues uno de los pintores que le daban a la brocha era el vivo retrato del actor y supuso una revolución de codazos y risitas entre las chavalas. Más de una y más de dos pasamos de largo por la puerta de la clase para dar otra vuelta a la galería.
Hace unos años, cuando se puso de moda la cosa gay y cualquier artista que se preciara y aspirara a ser reconocido en el mundillo cool debía adornarse con una cierta aureola rosa, hubo un intento por parte de los gays de apropiarse de Ben-Hur como icono, al atribuirle una relación homesexual encubierta con Mesala, el amigo malo malísimo que le traiciona y que cuando está herido de muerte después de la mítica carrera de cuádrigas -Ben-Hur con caballos blancos, Mesala con caballos negros- le suelta aquello tan total de "aún queda aquí mucho hombre para odiarte".
Yo personalmente agradezco infinito al destino que esos dos pedazos de tíos jamás me dieran el disgusto de salir del armario y me permitieran alimentar el mito durante muchos años, justo hasta la patética entrevista que Michael Moore robó a un decrépito Charlton Heston, sin él saberlo, en "Bowling for Columbine", como presidente de la Asociación Nacional del Rifle. Porque este hombre, que en los años 60 se opuso a la guerra del Vietnam, y participó activamente en la lucha por los derechos civiles de los negros, en la última etapa de su vida levantó los brazos enarbolando un rifle y proclamó que sólo se lo quitarían de su cuerpo "frío y sin vida", para defender el derecho a la libre posesión de armas, que yo no sé para qué quiere nadie tener en casa un rifle o un colt del 38, con el miedo que dan esas cosas.
Después su memoria se perdió por los intrincados vericuetos del Alzheimer pero la mía, que todavía va tirando mal que bien, aún recuerda a una niña de colegio que cambiaba cromos de la película Ben-Hur y que vivió uno de sus primeros estremecimientos ante la visión de un condenado a galeras descomunal.
Ayer quedé con Chines y Rose para ver "No es país para viejos", película que recomiendo encarecidamente a todos los amantes del cine y a los amantes en general. Bardem está repugnantemente inmenso o inmensamente repugnante, no sé cómo decirlo; el caso es que construye de forma magistral un personaje vomitivo, demostrando una vez más su capacidad interpretativa, su versatilidad y el pedazo de actor que es. En el otro extremo de la condición humana, Tomy Lee Jones no le va a la zaga dando vida al sheriff Bell, un policía a punto de jubilarse al que los años de profesión no han logrado endurecer. Película tremenda de las que en algunos momentos mantiene al patio de de butacas sin respirar.
Antes nos tomamos un café amenizado por una manifestación de damnificados por el timo de la estampita -nunca mejor dicho- de AFINSA y FORUM FILATÉLICO que discurría Princesa abajo. A estos señores yo los puedo comprender como a cualquiera que haya invertido sus ahorros en lo que sea y haya visto como se evaporan, es una putada. Pero de ahí a que se concentren en Madrid, en vísperas de elecciones generales, insultando -¡cómo no!- a Zapatero con pareados tan sutiles como "¿Dónde está nuestro dinero? en el bolsillo de Zapatero", va un abismo y, en mi opinión, sólo por eso pierden toda la razón que les pudiera asistir. Con la bandera española en medio de la mani, que es que la bandera española lo mismo sirve para un roto que para un descosido, iban cubiertos de arriba a abajo con carteles, pasquines y pegatinas contra un gobierno -y especialmente contra su Presidente, como en todas las manis con que nos hemos entretenido durante los últimos cuatro años- que accedió al poder muchos años después de que ellos compraran duros a peseta y que lo único que ha hecho es detener un fraude que el Partido Popular contempló impasible durante los ocho años que estuvo en el poder; sin embargo, ahora también quiere pescar en estas procelosas aguas, tanto es así que la manifestación terminó en la Plaza de España con la lectura de una carta en la que se compromete, caso de ganar -lagarto, lagarto- a restituirles hasta el último euro a cargo del erario público. Digo yo que quizá me deberían preguntar a mí, que no tengo un duro para invertir en bienes tangibles ni de los otros, si soy tan buena gente y tan solidaria como para estar dispuesta a que los impuestos que se detraen de mi nómina se dediquen a indemnizar a unos señores muy listos que, a la hora de invertir, asumieron unos riesgos aparejados al prometido beneficio, para lo cual no me pidieron mi opinión, y que no tenía yo noticia de que en sus planes de futuro entrara repartir conmigo sus ganancias. Yo es que me pasmo, oyes.
Me pillé un rebote regular y despotriqué en voz alta lo que quise en medio de la cafetería atestada de manifestantes, sin que ninguno dijera estabocaesmía, una vez desgajados del núcleo protector de la manifa.
Por la noche, para que Ana y Jesús salieran un rato, que falta les hace, me fui a cuidar a los gemelos, que dormían plácidamente en sus cunas sin más bienes tangibles que sus chupetes.
Hace muchos años, allá por los primeros setenta -¡qué horror, qué vejez la mía!- ví La Naranja Mecánica, tremenda película de Kubrick que todavía hoy, con lo que ha llovido y con las burradas que llevamos vistas en el cine y en la vida real, me sigue estremeciendo. Simplificando mucho, la moraleja viene a dar a entender que el violento no es nadie si se le despoja de su condición de tal y deja de tener interés como persona. Digo que la película me sigue estremeciendo porque aún no he logrado aprender que la violencia gratuita existe y la maldad químicamente pura anda por ahí a sus anchas. Me pasó lo mismo cuando leí A sangre fría y supe que los hechos que tan magistralmente relata Capote ocurrieron de verdad. Porque lo que me sobrecoge, precisamente, es la frialdad de la sangre; no son hechos relizados en el entorno de una guerra ni inspirados en quién sabe qué alucinantes fanatismos. El dolor ajeno, la tortura, la muerte son simples modos de pasar el rato, planes para llenar el ocio del fin de semana.
Esta semana todos hemos visto que sí, que existen desalmados totales capaces de manosear primero y dar una patada en la cara después a una chavala inmigrante, sólo porque se le fue la olla, según las propias palabras de ese indeseable. Pero es que además esta sociedad se baja los pantalones ante la chulería y el cinismo y le paga por hacer declaraciones y porque nos escupa a la cara. Pronto estará en el tomate o en salsa rosa y esos programas serán líderes de audiencia. Al tiempo.
Un chaval al que quiero mucho salió de copas el viernes pasado con sus amigos de siempre. A lo largo de la noche conocieron a otros chicos que se unieron a ellos y pasaron juntos unas cuantas horas, bebiendo -seguramente demasiado- riendo, en fin, de coña. Los amigos de mi amigo se fueron yendo y al final se quedó él solo con los nuevos, tan majos ellos, tan colegas.
-Venga, tío, la última en tu casa.
Le liaron, se lío él solo, yo qué sé. Acababa de cerrar la puerta cuando le empezaron a llover los golpes, las patadas, los insultos, las vejaciones de los mismos que llevaban toda la noche haciendo risas con él. A la gente decente la maldad siempre nos pillará desprevenidos, porque no contamos con ella. Seguramente, lo peor no fue la televisión de plasma, ni el ordenador, ni la chaqueta de cuero nueva, ni la pasta que sacaron del cajero después de conseguir el pin a golpes. Seguramente, lo peor no fue el ojo morado ni el dolor en las costillas, ni las horas que pasó inconsciente y atado, prisionero en su propia casa. Seguramente lo peor fue la perplejidad de encontrarse cara a cara con la crueldad, inerme ante ella. Le robaron, quizá para siempre, lo mejor que tenemos: la confianza en el ser humano, la limpieza en la mirada, la naturalidad.
A lo mejor los pillan, a lo mejor no. Dará lo mismo. Sólo tienen que alegar que se les fue la olla.
Hoy he visto una película deliciosa, cine en la mejor tradición francesa, de modesto presupuesto pero que habla de seres humanos, de personas de verdad. Una película elegante, que hace pensar, hace reír y cuyos únicos efectos especiales son el buen gusto, la inteligencia y el sentido del humor. Mi mejor amigo, de Patrice Leconte, no os la perdáis. No os la voy a destripar como hice el otro día con la de Medem, porque ésta hay que verla. Sólo deciros que después me he quedado pensando en lo mal que nos relacionamos algunas veces, sobre todo en ambientes como el del trabajo, por ejemplo, donde nos podemos pasar ocho horas al día, siete días a la semana, año tras año con la misma persona sentada en la mesa de al lado sin saber nada de ella, aparte de si está soltera, casada, viuda o divorciada; adivinamos apenas su edad, sabemos más o menos el barrio en el que vive y si tiene o no tiene hijos. Intuimos sus ideas políticas o su planteamiento de vida por datos tan científicos como su manera de vestir, el periódico que lee o sus gustos musicales, según vaya a los conciertos de Sabina o a los de Luis Miguel. Pero no tenemos ni idea -y lo peor es que tampoco nos importa- de sus soledades, de sus angustias, de por qué esta mañana le llegan las ojeras a las rodillas y está de tan mal humor.
Tengo la impresión de que con demasiada frecuencia nos pasamos de discretos y tendemos a confundir la discreción con la indiferencia. Eso tan elegante de yonomequierometerenlavidadenadie, cuando a lo mejor a ese alguien le vendría muy bien que le preguntáramos por qué tiene tan mala cara. O le diéramos la oportunidad de contarlo empezando por hablar nosotros, que a lo mejor tampoco nos viene mal. Al fin y al cabo, todo está inventado y probablemente nos reconozcamos en el otro más de lo que creemos.
Y bueno, con estas filosofías de tres al cuarto me despido hasta dentro de diez días, más o menos. Porque mañana me voy a recluir con esos dos monstruos de ahí abajo hasta el domingo por la tarde y, si salgo con vida, el martes, señores y señoras, me vuelvo a ir de vacaciones, ahora sin familia. A la vuelta os lo cuento.
Me he puesto a escribir mientras se frien las patatas de la tortilla que intento hacer; es que tengo el apremiante deber de advertiros, antes de que saquéis las entradas, de que no vayáis a ver Caótica Ana, la última película de Julio Medem y destinéis los seis euros a mejor fin. Hasta ahora el cine de Medem -La ardilla roja, Lucía y el sexo, Los amantes del Círculo Polar, etc (no ví La pelota vasca)- siempre me había parecido dificilito y me dejaba la autoestima intelectual bastante deteriorada, con una cierta impresión de ser un poco cortita, de que mis meninges no alcanzaban a entender los profundos mensajes que encerraba. Con ésta en cambio, he llegado a la conclusión de que el director, o bien pertenece a una galaxia incomprensible para los humanos, o directamente nos toma el pelo. Mi interpretación, seguramente equivocada, se reduce a que la tal Ana es una chavalilla pintora, residual del movimiento hippy, que pretende pasar por la vida levitando, en plan feliciana, sin quererse enterar de lo que vale un peine. Pero no lo consigue porque se lo impide el personaje que interpreta una decrépita Charlotte Rampling, una oscura mujer que financia -no se sabe muy bien con qué intenciones- la supervivencia de un grupo de artistas jóvenes en una casa okupa y que se autodenomina "mecenas". Este extraño personaje obliga a la protagonista a someterse a sesiones de hipnosis que la trasladan a sus anteriores vidas, en las que siempre ha encarnado a mujeres horriblemente torturadas en el sentido físico y mental de la palabra. Así, nos mete en un recorrido psicológico con el que el director intenta generar polémica sobre cualquier tema, desde el conflicto saharaui, hasta el exterminio de las reservas indias americanas, pasando por un supuesto feminismo que se traduce en la progresista teoría de que las mujeres pueden salvar al mundo a través de la maternidad, engendrando hombres buenos, y con diálogos tan rompedores como "sólo seré tuya si estoy hipnotizada, despierta pertenezco a Saíd". Para terminar con una escena escatológica donde las haya, en la que la prota se alivia sobre la cara de un sosias de Donald Rumfseld -supongo que en un intento de simbolizar el NO A LA GUERRA- lo que provoca que la propine una brutal paliza, tras la que ella se queda paseando por las calles de Manhattan con una absurda sonrisa de felicidad y hecha un cristo. No sé cuál es la lectura que hay extraer aplicada a la violencia de género, quizá eso: que a pesar de que nos peguen, nosotras triunfaremos teniendo hijos sin parar. A todo esto, Charlotte Ramplig viste todo el rato un modelito de Dior con tacones de aguja, así transcurra la acción en las cuevas ibicencas, en el desierto del Sahara o en el Gran Cañón.
Si a pesar de este resúmen os apetece ir a verla, no os privéis y luego, por favor, comentarla en el blog. Estoy ansiosa por conocer vuestra visión de semejante bodrio. Yo, para desengrasar, ahora voy a ver cine de verdad; en la cuatro ponen La gran evasión, Steve Mc Queen, de dulce.
Salí del cine con una empanada mental de padre y muy señor mío y deseando apretarme una cerveza que me devolviera al mundo real, donde la gente bastante tiene con lo que tiene, como para andar explorando en sus anteriores vidas. Yo, sin ir más lejos, estoy tratando de decidir a qué voy a dedicar el tiempo libre esta temporada, entre las irresistibles propuestas que me ofrece la tele: no sé si coleccionar las piezas del reloj de cuco, de la casita de muñecas andaluza o del barco de Trafalgar.
Menos mal que al ir hacia el cine, me enteré de una noticia que compensa de tanta desgracia del mundo mundial. Acababa de salir del túnel de la M-30 y me disponía a enfilar la Cuesta de San Vicente, dirección Plaza de España, cuando escuché en la radio que una universidad americana ha realizado un estudio en profundidad sobre el comportamiento humano en los distintos tramos de edad. Y hete aquí que, tras arduas y sesudas investigaciones, los científicos han concluido que, contra lo que pudiera deducirse de un análisis apresurado, después de los cincuenta, ¡¡¡el sexo existe!!!. Los investigadores no daban crédito a su propio descubrimiento, tan absortos se han quedado que han necesitado confirmarlo con un sondeo a pie de calle entre los ciudadanos y ciudadanas de la tercera edad (sic), que demuestra que el setenta por ciento de las personas ancianas de entre cincuenta y cuatro y sesenta años (también sic), son sexualmente activas y se lo pasan da buten.
Ayer los niños y, sobre todo, sus padres se tuvieron que tragar su presentación en sociedad. La familia está muy bien y es muy de agradecer que todos celebren la llegada de los chiquitines y que estuvieran deseando conocerlos, pero teniendo en cuenta que somos tropecientos y que Ana y Jesús no duermen -seis biberones en una noche son muchos biberones- y están agotados, es difícil encontrar tiempo y ocasión para atender debidamente a las visitas. De manera que mi hermana tuvo el detalle de organizar una reunión familiar en su casa para que los niños hicieran el paseíllo triunfal y los conocieran todos de golpe. Fue una locura de flashes y exclamaciones, que aquello parecía la alfombra roja de Hollywood. Jaime y Carmen interpretaron su papel a la perfección; posaron sin rechistar, se tomaron sus bibes sin dejar gota, hicieron sus cosas y no dieron un ruido, dormiditos en sus nueces. Así que ya han salido de ese paso, que no era moco de pavo.
Ahora la vida de todos tiene que volver a la normalidad y la suya empezar una rutina lo más tranquila posible para los padres y para los hijos. Yo me retiro a mis cuarteles de primavera, a seguir con la obligación y alguna que otra devoción absolutamente laica; echaré todas las manos que me pidan pero procuraré no resultar una plasta, que comprendo que les apetezca trabajarse entre los dos esta etapa apasionante de su vida.
Hoy ha amanecido un domingo reluciente. La primavera despierta despacio en el Parque del Oeste, todavía no se ve la explosión de color que corresponde a las fechas. Algún árbol empieza a florecer tímidamente y hay manchas blancas de margaritas diminutas en la hierba, pero muchas ramas aún están secas y se respira en el ambiente cierta ambigüedad cromática. Nada contundente. En la entrada del Paseo de Moret, una multitud de sudamericanos -no sé de qué nacionalidad- disfrutaban su día libre juntos. Sonaban ritmos calientes y las mujeres llevaban guisos para compartir. Habían convertido aquel rincón del parque en un trocito de su tierra. Pensé que la integración es una utopía, que están aquí trabajando y buscándose la vida, pero no sé si hemos conseguido que se sientan en su casa. No tengo muy claro que les hayamos ofrecido otro tipo de relación que no sea la laboral. En la rama de un árbol, un pájaro verde y amarillo, también inmigrante, miraba desde arriba a las castizas urracas y a los mirlos, que ninguno era blanco.
He terminado el domingo viendo la estremecedora película INVISIBLES, que ha producido Javier Bardem para que nos enteremos de lo que vale un peine y dejemos de inventarnos problemas absurdos. Me he preguntado qué habré hecho yo para merecer nacer donde he nacido y vivir donde vivo. He visto niños de la edad que tenía mi hijo Jaime, que apenas podían cargar con el fusil, forzados a matar. Heridos de muerte en el alma. Mujeres violadas una y otra vez, bellos rostros eternamente tristes. Ojos que miran desde la profundidad del dolor.
Y me ha dado mucha rabia que aquí en España, en vez de valorar lo que tenemos, estemos fabricando excusas para odiarnos.