y otras nos regala los mejores presentes
que no los valoramos casi nunca,
la cotidianeidad tranquila y sin sorpresas,
los días que transcurren sin ningún sobresalto.
No es nada aconsejable juntar todas las penas
en un solo paquete indivisible,
como una maldición que nos ha caído encima
enviada quién sabe por qué dioses
y sentirnos las víctimas del mundo.
Cada dolor es uno, independiente
de todos los que antes nos mataron,
y hay que hacerle frente como si fuera el único,
como si nunca antes hubiéramos sufrido,
como si el corazón no estuviera agotado.
Tampoco es conveniente volver, volver, volver
a reprochar mil veces aquel daño
que hace tiempo dijimos perdonar
pero se quedó ahí, como un rencor podrido,
pestilente, como un tumor maligno
Valoremos también las cosas bellas,
esos días en que éramos dichosos
y el mundo una brillante amanecida,
un camino cubierto de pétalos de rosa
para pisarlos con los pies descalzos.
No dejemos pasar un solo beso
sin abrir nuestra boca y devorarlo,
que no se nos escape ni un abrazo,
ni un atardecer teñido de violeta
ni una canción ni un verso ni una copa,
que jamás nos cansemos de jugar con los nietos,
que perdamos el tiempo acariciando al perro,
que leamos los libros que nos hagan felices
y caminemos lentos soñando tonterías
porque no dura siempre el tiempo de cerezas.
Y cuando nos ataque la tentación del llanto
y cuando la tristeza se instale en nuestra cama,
cuando solo sintamos la pena y el dolor
que parece exclusivamente nuestro,
miremos solo un rato el telediario.