No hay volcán, terremoto ni tsunami que pueda compararse a la barbarie humana
no hay monstruo más terrible que ese monstruo
que nos despierta el odio a la gente decente.
Escribimos poemas y vamos a la compra
y llevamos al médico a nuestra gente enferma
y nos enamoramos y vivimos
y pensamos qué hacer en el futuro,
dónde irán nuestros hijos,
dónde irán nuestros nietos.
Y hablan en la radio de no sé qué partido,
de fútbol o político,
mientras ruedan los tanques
con su carga de muerte,
y el mundo mira atónito, paralizado y mudo
su propia destrucción.
Confieso que le odio y no me da vergüenza,
es legítimo odiar al rey del odio.
Quiero matarle, quiero torturarle,
quiero verle temblar y defecarse encima,
deseo que se ahogue con su vómito,
que le exploten los ojos como globos
de los niños que yacen muertos entre cascotes.
Si supiera rezar, rezaría al diablo
para que le mandara un rayo ardiente
que achicharrara al genocida infame
y muriera despacio entre alaridos
que no escuchara nadie.
Pero eso no será.
Se morirá de viejo y en su cama
como un buen ciudadano,
le darán un sepelio con salvas y con himnos,
con honores de Estado.
Y una vez más la Historia será pisoteada.