Ayer escuché por la radio una entrevista con Asunción Balaguer, la viuda de Paco Rabal; una mujer que, aunque me cae muy bien, siempre me ha dado un poco de grima esa especie de sumisión, de pleitesía ciega que parecía rendir a su marido, considerándole un ser superior hasta el punto de hacerse casi invisible como persona y como actriz, siendo como es, magnífica. Yo misma acabo de escribir "Asunción Balaguer, la viuda de Paco Rabal" sin embargo nunca se me hubiera ocurrido decir "Paco Rabal, el marido de Asunción Balaguer". Me sobrecoge un poco esa forma de conformarse con vivir a su sombra, agradeciendo al destino que él hubiera puesto sus irresistibles ojos en alguien tan insignificante como ella y sin pedir a la vida nada más que poder pasarla besando por donde pisaba Paco. Sus palabras me recordaban aquello de laisse-moi devenir l´ombre de ton ombre, l´ombre de ta main, l´ombre de ton chien, que queda muy bonito para una canción pero que, con todos mis respetos hacia esta gran mujer, no me parece de recibo; creo que es indispensable vivir en un plano de igualdad con la pareja.
Distinguía Asunción entre fidelidad y lealtad, situando la primera únicamente en el terreno sexual, acrobacia lingüística que a mi me parece una forma elegante de asumir los cuernos. -Paco nunca me engañó, simpre me dijo que en su vida habría otras mujeres porque él era así, pero que yo siempre sería la primera, la que de verdad quería. Por lo visto, eso se llama lealtad. No seré yo quien juzgue los acuerdos a los que llegue cada pareja, pero hay que reconocer que así es fácil cumplir las bodas de plata y las de oro, con permiso de la muerte. Me pregunto si el gran actor hubiera aceptado que ella le contestase por ejemplo: estupendo, cielo, tu también serás siempre el primero, nunca te dejaré por el segundo ni por el tercero ni por el cuarto; verás qué bien nos llevamos todos.
Esta historia sólo es un ejemplo para entrar en materia; para hablar de ese eufemismo que es la distinción entre fidelidad y lealtad. A mí me da que si la mayoría de los engañados o engañadas supieran que lo son, no opinarían que su santo o santa les está siendo muy leal cuando se mete en la cama con otro u otra, aunque luego, con el pitillo, lave su conciencia cantando alabanzas de su cónyuge. No creo que ningún engañado se detenga en esos matices del diccionario que, por otra parte, los considera sinónimos. Yo te quiero y te soy leal, cariño, pero es que soy así, no lo puedo evitar. Esto es una absoluta falta de respeto, no sólo al cónyuge sino sobre todo al tercero en discordia, que ante el legítimo queda reducido a mero objeto sexual.
A lo largo de la vida todos conocemos a gente atractiva con la que, además, no compartimos la cotidianeidad y sólo vemos en su faceta más brillante, cómo ellos a nosotros. Personas con las que tenemos afinidades y complicidades y, si son del otro sexo -o del mismo, eso allá cada cual- es fácil que nazca alguna especie de amor. Esto es inevitable y además es bueno y enriquecedor, si somos capaces de mantener la cabeza fría, tomar una cierta distancia y dejarlo aparcado en el lugar que le corresponde sin que se interponga en lo que de verdad importa. Pero si damos cuerda a la cuestión y empezamos a hacer comparaciones, la cosa va mal. Creo que es un mito esa frase tan utilizada para justificar una infedelidad: cuando se está bien con la pareja nadie necesita otra historia. Hombre, necesitar, necesitar, no, pero a nadie le amarga un dulce. Se trata de no comerse el dulce, que además de engordar, distorsiona la realidad.
Otro lugar común muy prestigiado es ese que dice que con la pareja hay que ser absolutamente sincero y contarle todo lo que pasa por nuestra cabeza. Mentira podrida. Todos tenemos alguna parcela privada y es saludable que la tengamos, e intentar que el otro se meta en nuestra piel y entienda lo que sentimos es perder el tiempo y sólo lleva a los celos, a las discusiones y a sacar las cosas de quicio. Lo que hace falta es mucho respeto por la intimidad de cada cual, una gran dosis de confianza y dónde ésta no llegue, pues ajo y agua, pero con deportividad y sin demostrarlo.
Lo que no podemos pretender a estas alturas, es ser únicos e insustituibles las veinticuatro horas del día, eso es de una ingenuidad y de una soberbia bastante infantil.
Todo este rollo que acabo de largar es pura teoría; porque como se te ocurra mirar a otra, tío, te corto los güevos.
Distinguía Asunción entre fidelidad y lealtad, situando la primera únicamente en el terreno sexual, acrobacia lingüística que a mi me parece una forma elegante de asumir los cuernos. -Paco nunca me engañó, simpre me dijo que en su vida habría otras mujeres porque él era así, pero que yo siempre sería la primera, la que de verdad quería. Por lo visto, eso se llama lealtad. No seré yo quien juzgue los acuerdos a los que llegue cada pareja, pero hay que reconocer que así es fácil cumplir las bodas de plata y las de oro, con permiso de la muerte. Me pregunto si el gran actor hubiera aceptado que ella le contestase por ejemplo: estupendo, cielo, tu también serás siempre el primero, nunca te dejaré por el segundo ni por el tercero ni por el cuarto; verás qué bien nos llevamos todos.
Esta historia sólo es un ejemplo para entrar en materia; para hablar de ese eufemismo que es la distinción entre fidelidad y lealtad. A mí me da que si la mayoría de los engañados o engañadas supieran que lo son, no opinarían que su santo o santa les está siendo muy leal cuando se mete en la cama con otro u otra, aunque luego, con el pitillo, lave su conciencia cantando alabanzas de su cónyuge. No creo que ningún engañado se detenga en esos matices del diccionario que, por otra parte, los considera sinónimos. Yo te quiero y te soy leal, cariño, pero es que soy así, no lo puedo evitar. Esto es una absoluta falta de respeto, no sólo al cónyuge sino sobre todo al tercero en discordia, que ante el legítimo queda reducido a mero objeto sexual.
A lo largo de la vida todos conocemos a gente atractiva con la que, además, no compartimos la cotidianeidad y sólo vemos en su faceta más brillante, cómo ellos a nosotros. Personas con las que tenemos afinidades y complicidades y, si son del otro sexo -o del mismo, eso allá cada cual- es fácil que nazca alguna especie de amor. Esto es inevitable y además es bueno y enriquecedor, si somos capaces de mantener la cabeza fría, tomar una cierta distancia y dejarlo aparcado en el lugar que le corresponde sin que se interponga en lo que de verdad importa. Pero si damos cuerda a la cuestión y empezamos a hacer comparaciones, la cosa va mal. Creo que es un mito esa frase tan utilizada para justificar una infedelidad: cuando se está bien con la pareja nadie necesita otra historia. Hombre, necesitar, necesitar, no, pero a nadie le amarga un dulce. Se trata de no comerse el dulce, que además de engordar, distorsiona la realidad.
Otro lugar común muy prestigiado es ese que dice que con la pareja hay que ser absolutamente sincero y contarle todo lo que pasa por nuestra cabeza. Mentira podrida. Todos tenemos alguna parcela privada y es saludable que la tengamos, e intentar que el otro se meta en nuestra piel y entienda lo que sentimos es perder el tiempo y sólo lleva a los celos, a las discusiones y a sacar las cosas de quicio. Lo que hace falta es mucho respeto por la intimidad de cada cual, una gran dosis de confianza y dónde ésta no llegue, pues ajo y agua, pero con deportividad y sin demostrarlo.
Lo que no podemos pretender a estas alturas, es ser únicos e insustituibles las veinticuatro horas del día, eso es de una ingenuidad y de una soberbia bastante infantil.
Todo este rollo que acabo de largar es pura teoría; porque como se te ocurra mirar a otra, tío, te corto los güevos.