En el post del 16 de septiembre, va para un mes, ya hablaba de mi dolor de hombro; aunque lo utilicé en sentido metafórico, era real como la vida misma. Luego la cosa fue a más y ya no era sólo el hombro sino todo el brazo, mano incluída y, sobre todo, un punto de la columna vertebral por ahí arriba, cerca de la nuca, que se extendía como una sombra negra; que no cesaba ni de día ni de noche, me amargaba la vida y el carácter y casi llegué a olvidar que alguna vez había tenido ganas de vivir. No quiero dramatizar, pero las he pasado canutas.
El caso es que esta noche, por primera vez en todo este tiempo, he dormido seis horas seguidas, despertándome no por el dolor sino por otras urgencias más llevaderas. Como os dije en los comentarios, Marta en su hospital me ha conseguido un atajo ultrarrápido para saltarme todos los impedimentos burocráticos de la sanidad madrileña y llegar al diagnóstico; ahora sólo falta que me vea un neurocirujano y decida qué hace con mi body, pero por lo menos ya tengo un tratamiento que, como por arte de magia, ha hecho desaparecer los dolores y puedo vivir como una persona medio normal. Digo yo que cómo lo podrá soportar la gente que no tenga la suerte de que su hija trabaje con especialistas de la cosa. En dos días me vió la neuróloga, me derivó a la resonancia magnética y veinticuatro horas después de salir del tubo estaba mi hernia cervical en la pantalla de su ordenador; la enfermera que dirigía esa orquesta de percusión que es la R.M. me dijo que pidiera hora a mi doctora para dentro de quince días, yo es que me pasmo.
Lo de la resonancia merece por lo menos unas pocas líneas; si no habéis pasado por esa experiencia, no podéis perdérosla. Yo cerré los ojos cuando me metieron en el ataúd, me parece que es como se debe estar dentro de ese receptáculo, y aquella mujer me anunció desde fuera que el estudio duraba media hora -media hora que cundió más que en el baloncesto- y que no me moviera en absoluto; sobre todo las manos, es importante que no mueva las manos, me advirtió. Inmediatamente sentí una necesidad imperiosa de frotarme unos dedos con otros y de rascarme algo, pero me mantuve firme e inmóvil como un cadáver. Cuando creía que ya había pasado ese tiempo hacía rato -durante el que se sucedieron variados y estridentes sonidos sobre mi cabeza, golpeteos, pitidos, sirenas, qué sé yo- dá unos golpes sobre la tapa del féretro y me pregunta -Qué tal está, Ana María, y sin esperar a que yo contestara -pues vaya, tirando, me ordena -tiene que respirar más despacito; y a mí, que si de algo no me había ocupado era de la velocidad de mi respiración, a partir de ese instante se me iban y se me venían unos jadeos dignos de mejor causa. No contenta con esto, me avisa -ahora viene una secuencia de siete minutos durante los que no puede tragar absolutamente nada. Ni que decir tiene que en ese momento mis glándulas salivares se pusieron a trabajar a pleno rendimiento y cuando pasaron aquellos eternos siete minutos estaba a punto de ahogarme en mi propia saliva. Por fin abre la tapa y me espeta: ha tosido usted. -¿Yo?, me defendí; - he intentado no toser. -Pues las imágenes no mienten, aseguró mirándome a los ojos como en un tercer grado. -Pues si las imágenes no mienten yo no tengo nada que objetar, contesté humillada y como pillada en falta.
Como en esta vida todo se acaba, aquello también llegó a su fin y salí del tubo por mi propio pie, talmente como un zoombie. Pero después he vuelto a nacer porque me han puesto el tratamiento que, por lo visto, antes hubiera enmascarado los resultados de la prueba.
Y a las siete y media de esta mañana he desayunado en mi ventana como en los viejos tiempos, mirando un cielo azul palidísimo surcado por la estela de humo rosado de los aviones que parece ser que ensayaban para el desfile de las Fuerzas Armadas. Y me he sentido feliz viendo un cable de la luz con una fila de palomas posadas en perfecta formación, también con cierto aire militar, como en Los Pájaros de Hitchcock.
He pasado dos días en casa de mi madre porque mi chico estaba sobrecargado de trabajo y tenía que hacer un viaje. Tumbada en el lecho del dolor con la almohada cervical y mirando al único lugar que podía mirar me acordaba de la canción de Serrat "por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura". Mi madre se empeñaba en dejar la puerta de su cuarto abierta para no perderse ni un segundo de mis padecimientos y yo sin querer encender la luz y alumbrándome con el móvil para tomarme mi cocktail molotov de calmantes y antiinflamatorios sin despertarla; pero todo inútil, ella aparecía en la puerta dispuesta a compartir conmigo cada instante, con lo que encima me sentía culpable de tenerla en esta situación a sus casi ochenta y ocho años. He ocupado la habitación que fue de mi abuela y me he puesto a fisgar el cajón de su mesilla de noche que está tal como ella lo dejó, con sus rosarios, sus estampas y sus lecturas: Reglas para vivir cristianamente, La oración de todas las horas, La Imitación de Cristo, Sed Perfectos... Pero lo que más me ha gustado ha sido un folleto con una novena al Glorioso Mártir San Expedito, abogado de los negocios y casos urgentes. Este es el mío, pensé decidida a hacer la novena. San Expedito parece ser que fue un aguerrido soldado romano que se debió convertir al cristianismo y sufrió martirio por tal causa. ¿Vendrá de ahí lo de expeditivo? Me encomendé a su intercesión. En el cajón de mi abuela había otro folleto que decía: "Novena y visita domiciliaria al Beato Valentín Berriochoa O.P.". ¿Vendrá a mi casa el Beato si hago la novena? Yo, por si acaso, me quedo con San Expedito.
¡Ah! He redibido dos cartas de mis nietos mayores, cada una en su estilo. La de Paloma es larga, con una letra preciosa en distintos colores y muy literaria. A Marcos le tiran más las artes plásticas y la suya es escueta; hela ahí. No he podido resistirme.
El caso es que esta noche, por primera vez en todo este tiempo, he dormido seis horas seguidas, despertándome no por el dolor sino por otras urgencias más llevaderas. Como os dije en los comentarios, Marta en su hospital me ha conseguido un atajo ultrarrápido para saltarme todos los impedimentos burocráticos de la sanidad madrileña y llegar al diagnóstico; ahora sólo falta que me vea un neurocirujano y decida qué hace con mi body, pero por lo menos ya tengo un tratamiento que, como por arte de magia, ha hecho desaparecer los dolores y puedo vivir como una persona medio normal. Digo yo que cómo lo podrá soportar la gente que no tenga la suerte de que su hija trabaje con especialistas de la cosa. En dos días me vió la neuróloga, me derivó a la resonancia magnética y veinticuatro horas después de salir del tubo estaba mi hernia cervical en la pantalla de su ordenador; la enfermera que dirigía esa orquesta de percusión que es la R.M. me dijo que pidiera hora a mi doctora para dentro de quince días, yo es que me pasmo.
Lo de la resonancia merece por lo menos unas pocas líneas; si no habéis pasado por esa experiencia, no podéis perdérosla. Yo cerré los ojos cuando me metieron en el ataúd, me parece que es como se debe estar dentro de ese receptáculo, y aquella mujer me anunció desde fuera que el estudio duraba media hora -media hora que cundió más que en el baloncesto- y que no me moviera en absoluto; sobre todo las manos, es importante que no mueva las manos, me advirtió. Inmediatamente sentí una necesidad imperiosa de frotarme unos dedos con otros y de rascarme algo, pero me mantuve firme e inmóvil como un cadáver. Cuando creía que ya había pasado ese tiempo hacía rato -durante el que se sucedieron variados y estridentes sonidos sobre mi cabeza, golpeteos, pitidos, sirenas, qué sé yo- dá unos golpes sobre la tapa del féretro y me pregunta -Qué tal está, Ana María, y sin esperar a que yo contestara -pues vaya, tirando, me ordena -tiene que respirar más despacito; y a mí, que si de algo no me había ocupado era de la velocidad de mi respiración, a partir de ese instante se me iban y se me venían unos jadeos dignos de mejor causa. No contenta con esto, me avisa -ahora viene una secuencia de siete minutos durante los que no puede tragar absolutamente nada. Ni que decir tiene que en ese momento mis glándulas salivares se pusieron a trabajar a pleno rendimiento y cuando pasaron aquellos eternos siete minutos estaba a punto de ahogarme en mi propia saliva. Por fin abre la tapa y me espeta: ha tosido usted. -¿Yo?, me defendí; - he intentado no toser. -Pues las imágenes no mienten, aseguró mirándome a los ojos como en un tercer grado. -Pues si las imágenes no mienten yo no tengo nada que objetar, contesté humillada y como pillada en falta.
Como en esta vida todo se acaba, aquello también llegó a su fin y salí del tubo por mi propio pie, talmente como un zoombie. Pero después he vuelto a nacer porque me han puesto el tratamiento que, por lo visto, antes hubiera enmascarado los resultados de la prueba.
Y a las siete y media de esta mañana he desayunado en mi ventana como en los viejos tiempos, mirando un cielo azul palidísimo surcado por la estela de humo rosado de los aviones que parece ser que ensayaban para el desfile de las Fuerzas Armadas. Y me he sentido feliz viendo un cable de la luz con una fila de palomas posadas en perfecta formación, también con cierto aire militar, como en Los Pájaros de Hitchcock.
He pasado dos días en casa de mi madre porque mi chico estaba sobrecargado de trabajo y tenía que hacer un viaje. Tumbada en el lecho del dolor con la almohada cervical y mirando al único lugar que podía mirar me acordaba de la canción de Serrat "por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura". Mi madre se empeñaba en dejar la puerta de su cuarto abierta para no perderse ni un segundo de mis padecimientos y yo sin querer encender la luz y alumbrándome con el móvil para tomarme mi cocktail molotov de calmantes y antiinflamatorios sin despertarla; pero todo inútil, ella aparecía en la puerta dispuesta a compartir conmigo cada instante, con lo que encima me sentía culpable de tenerla en esta situación a sus casi ochenta y ocho años. He ocupado la habitación que fue de mi abuela y me he puesto a fisgar el cajón de su mesilla de noche que está tal como ella lo dejó, con sus rosarios, sus estampas y sus lecturas: Reglas para vivir cristianamente, La oración de todas las horas, La Imitación de Cristo, Sed Perfectos... Pero lo que más me ha gustado ha sido un folleto con una novena al Glorioso Mártir San Expedito, abogado de los negocios y casos urgentes. Este es el mío, pensé decidida a hacer la novena. San Expedito parece ser que fue un aguerrido soldado romano que se debió convertir al cristianismo y sufrió martirio por tal causa. ¿Vendrá de ahí lo de expeditivo? Me encomendé a su intercesión. En el cajón de mi abuela había otro folleto que decía: "Novena y visita domiciliaria al Beato Valentín Berriochoa O.P.". ¿Vendrá a mi casa el Beato si hago la novena? Yo, por si acaso, me quedo con San Expedito.
¡Ah! He redibido dos cartas de mis nietos mayores, cada una en su estilo. La de Paloma es larga, con una letra preciosa en distintos colores y muy literaria. A Marcos le tiran más las artes plásticas y la suya es escueta; hela ahí. No he podido resistirme.