Esta mañana, a las seis y media, las sábanas se me pegaban más que nunca; estaba sumergida en un nirvana cálido y blandito y mi cuerpo se resistía a salir a la gélida realidad. Y es que la nieve, con puntualidad británica, había llegado esta noche sin hacer ruido; la nieve nunca hace ruido, aparece por sorpresa cuando una abre la persiana todavía dormida, como un regalo de navidad dejado en la chimenea. Me da gusto ver desde la ventana la calle de siempre ataviada de blanco inmaculado, pero al mismo tiempo se me hace muy cuesta arriba salir al exterior. La nieve tiene la fugacidad de muchas cosas bellas, hay que pillarla en su momento justo porque, al menos aquí en Madrid, enseguida se convierte en un barro negro y resbaladizo que nos hace jugarnos si no la vida, sí la cadera, que es lo que suele romperse la gente a determinadas edades.
Y ha venido a poner la nota navideña que no pone la crisis, que este año tengo la impresión de que el personal se está palpando más la cartera a la hora de hacer dispendios. No está mal que nos enteremos de lo que vale un peine en época de economía de guerra y aprendamos a derrochar con tiento, a pesar del espejismo de la paga extra. Aunque no creo que piensen lo mismo los comerciantes, las cosas siempre tienen muchos veres. El caso es que ya están ahí las fiestas de marras y, como la tela de araña familiar se agranda, cada vez es más complicado cuadrar el calendario y los compromisos de todos. Los hijos ya tienen otra familia con la que cumplir y la cosa se enreda más si cabe cuando hay separaciones y nuevas parejas; entonces se tienen que partir no en dos sino en cuatro o más, dependiendo de las combinaciones. Y hay que andarse con pies de plomo para no herir sensibilidades, que en esta época nos ponemos muy tiernos, la navidad es lo que tiene.
En mi familia, toda la vida ha sido el día Navidad la fiesta grande. La Nochebuena cada uno se iba con sus políticos, pero el veinticinco nos reuníamos nosotros. Este año, por primera vez en todos los que tengo, no vamos a reunirnos en una casa sino en un restaurante. Y eso me produce una cierta nostalgia, un sentimiento de pérdida de algo sagrado. Porque el ritual no es el mismo; para empezar no vamos a comer el pavo con la receta de mi abuela. Siempre nos juntábamos hacia el día de la lotería mis hermanas y yo para echarles a los pavos, si no guindas, sí manzanas y pasas y piñones y jamón y magro de cerdo y vino de jerez. Los rellenábamos juntas y luego cada una asaba un bicho en su casa y lo llevaba a la comida. Era un trámite que me gustaba porque estamos juntas muy pocas veces las tres y hablábamos de cosas, nos reíamos y llamábamos a la Isi a su residencia para felicitarla. La Isi es una institución en mi familia; entró en casa -en la de mis padres- el año que yo me casé pero a mi me parece que ya nací con ella. En cualquier caso, va para treinta y nueve años, que se dice muy pronto. Desde hace un tiempo está jubilada en una residencia de Montejo de la Sierra, donde a sus setenta y tres es la benjamina del centro y le tiran los tejos todos los octogenarios y nonagenarios. Ha descubierto la felicidad. Un día hablaré largo y tendido de la Isi, porque merece un post para ella sola.
Después de comer jugábamos a cosas y el año pasado hicimos una votación secreta para ver quién era el más friki de la familia y yo obtuve un honroso tercer puesto, que es que hay algunos que son imbatibles. Era todo de mucha risa. Y está muy bien eso de reírse con los hijos y los sobrinos.
En fin, que por mucho que nos hagamos los duros son días de nostalgias y de ausencias.
Amigos, Felices Pascuas y, sobre todo, feliz 2010 que es más largo.
Y ha venido a poner la nota navideña que no pone la crisis, que este año tengo la impresión de que el personal se está palpando más la cartera a la hora de hacer dispendios. No está mal que nos enteremos de lo que vale un peine en época de economía de guerra y aprendamos a derrochar con tiento, a pesar del espejismo de la paga extra. Aunque no creo que piensen lo mismo los comerciantes, las cosas siempre tienen muchos veres. El caso es que ya están ahí las fiestas de marras y, como la tela de araña familiar se agranda, cada vez es más complicado cuadrar el calendario y los compromisos de todos. Los hijos ya tienen otra familia con la que cumplir y la cosa se enreda más si cabe cuando hay separaciones y nuevas parejas; entonces se tienen que partir no en dos sino en cuatro o más, dependiendo de las combinaciones. Y hay que andarse con pies de plomo para no herir sensibilidades, que en esta época nos ponemos muy tiernos, la navidad es lo que tiene.
En mi familia, toda la vida ha sido el día Navidad la fiesta grande. La Nochebuena cada uno se iba con sus políticos, pero el veinticinco nos reuníamos nosotros. Este año, por primera vez en todos los que tengo, no vamos a reunirnos en una casa sino en un restaurante. Y eso me produce una cierta nostalgia, un sentimiento de pérdida de algo sagrado. Porque el ritual no es el mismo; para empezar no vamos a comer el pavo con la receta de mi abuela. Siempre nos juntábamos hacia el día de la lotería mis hermanas y yo para echarles a los pavos, si no guindas, sí manzanas y pasas y piñones y jamón y magro de cerdo y vino de jerez. Los rellenábamos juntas y luego cada una asaba un bicho en su casa y lo llevaba a la comida. Era un trámite que me gustaba porque estamos juntas muy pocas veces las tres y hablábamos de cosas, nos reíamos y llamábamos a la Isi a su residencia para felicitarla. La Isi es una institución en mi familia; entró en casa -en la de mis padres- el año que yo me casé pero a mi me parece que ya nací con ella. En cualquier caso, va para treinta y nueve años, que se dice muy pronto. Desde hace un tiempo está jubilada en una residencia de Montejo de la Sierra, donde a sus setenta y tres es la benjamina del centro y le tiran los tejos todos los octogenarios y nonagenarios. Ha descubierto la felicidad. Un día hablaré largo y tendido de la Isi, porque merece un post para ella sola.
Después de comer jugábamos a cosas y el año pasado hicimos una votación secreta para ver quién era el más friki de la familia y yo obtuve un honroso tercer puesto, que es que hay algunos que son imbatibles. Era todo de mucha risa. Y está muy bien eso de reírse con los hijos y los sobrinos.
En fin, que por mucho que nos hagamos los duros son días de nostalgias y de ausencias.
Amigos, Felices Pascuas y, sobre todo, feliz 2010 que es más largo.