La carretera penetraba en la niebla y el coche avanzaba dejando atrás dos hileras de árboles desnudos con su esqueleto recortado entre la bruma. A pesar del algodón sucio que los envolvía podía distinguirse hasta la más mínima ramita, hasta el palito más diminuto arañando el velo de agua. Era víspera de Reyes y yo cumplía la tradición como todos los años desde hace dieciocho. Y es que esta es la fiesta de los niños y tú, como Peter Pan, has conseguido ser niño para siempre.
Así que me fui a Sigüenza una vez más, a dejarte un ramo grande de claveles blancos que parece una tarta de nata; una tarta de nata que, por muchos años que pasen, siempre tendrá las mismas ocho velas.
Iba casi muerta, con el corazón petrificado; hacía tres días que se había negado a trabajar, estaba en huelga de lágrimas, como si se hubiera vaciado el depósito. Un dolor seco y paralizante me había bloqueado el alma.
De repente algo falló; se encendieron unas luces incomprensibles sobre el salpicadero y el coche empezó a dar pequeños trompicones parecidos a los estertores de un moribundo. En medio de aquella carretera desolada y fantasmal me sentía igual que un piloto suicida a bordo del avión que le habría de llevar a otro mundo, quizá mejor que éste. Paré y me quedé sentada al volante, mirando sin ver a través de la espesura gaseosa que me rodeaba.
No sé cuánto tiempo estuve allí, hasta que vi por el retrovisor dos luces que atravesaban la nube gris y un todo terreno se detuvo delante de mi coche. Un rostro de hombre con gorra se acercó a mi ventanilla. Bajé el cristal.
-Señora ¿podemos ayudarla?
No acerté a pronunciar palabra. Me quedé mirando los ojos del guardia civil y balbuceé algo sin sentido. No sé por qué los ojos solícitos de aquel desconocido hicieron que se me abrieran las compuertas y noté que mi rostro se contraía en un puchero, como el de un niño pequeño al que da vergüenza romper a llorar; en un momento los pucheros se convirtieron en hipidos roncos y después en sollozos que me sacudían todo el cuerpo y las lágrimas brotaron como dos manantiales inagotables de aguas termales; dos cascadas calientes y saladas que nacían en un punto indefinido de quién sabe qué profundidades. Era como si se desbordara un pantano, como si algo me reventara por dentro, como si se licuara el dolor y se derramara sobre el asfalto.
Ignoro el tiempo que estuve llorando ante la mirada atónita del guardia. Solo sé que después me invadió la placentera sensación que dicen que acompaña al último suspiro.
-Muchas gracias, no se preocupe. Creo que ahora puedo seguir.