(Francisco García Marquina)
Debería pensarte a estas alturas
en un cuerpo de hombre,
con voz grave de hombre
y ancha espalda de hombre
pero me es muy difícil,
nunca he sido muy buena con la imaginación.
Tendría que contarte muchas cosas
que han ocurrido desde que te fuiste;
que no soy la de entonces,
que estoy cansada y sola
y me duele este cuerpo derrotado;
tus hermanos se fueron cada cual a su vida,
de alguna me separa un océano inmenso,
tienen trabajos, sueños, hipotecas,
estudios, hijos, hijas con novios y guitarras
que son sobrinos tuyos
aunque tú no los hayas visto nunca.
Y lo que son las cosas, después de treinta años
he vuelto a aquella playa en la que viste el mar
por vez primera y última y fuiste tan feliz.
Qué poco imaginábamos lo que iba a suceder,
que ya nunca jamás dirías abrazándome
¡cómo mola, mamá! Me hiciste prometer
que el siguiente verano volveríamos,
mas ya no hubo veranos ni colegio ni reyes
ni balones de fútbol, mi promesa
se quedó sin cumplir.
Yo vivo en una casa pequeña y luminosa
sin jardín ni balcones con geranios,
tan solo con un tiesto de gardenias,
y algunas siemprevivas medio muertas.
Muchos libros y música para ahogar el silencio
y esa tristeza dulce de las fotos antiguas.
Y hay días, casi todos, que no cambio
ni una sola palabra con otro ser humano.
Lo peor es que no lo echo de menos,
diría que me gusta esta soledad muda,
esta droga benéfica que me aparta del mundo.
Tengo miedo al futuro, soy consciente
de que van a ser años repletos de amenazas,
de dolor y de pérdidas.
Pero también veo acortarse el tiempo,
el tiempo aprovechable, me refiero,
en el que mi cabeza rija mínimamente
y mi cuerpo sea autónomo.
Y no quiero perderme ni un instante
que me procure algo parecido
a la felicidad, por mínima que sea.
Así que me debato entre la prisa
por disfrutar lo poco que me queda
y esta desidia que me va comiendo
poco a poco, sin tregua y sin piedad.
Y en cuanto a los amores qué contarte,
ahora me quieren mucho como hermanos
los que antes me soñaban en su cama.
Y hoy, en sus sueños húmedos,
les acompaña alguna jovencita
que te amaría a ti, casi seguro.
Aún no te he contado que los cuatro jinetes
han venido a la tierra todos juntos,
la nieve nos heló hasta el corazón
y una peste asesina se llevó por delante
los sueños y las vidas de miles de personas;
y después despertó en lo más profundo
de la tierra un dragón, bellísimo y furioso,
que vomitaba fuego devorando
la isla más hermosa hasta casi matarla.
Y el jinete que monta el corcel de la guerra,
cabalga desbocado por Europa.
Una guerra sangrienta −valga la redundancia−
mucho más cruel que la naturaleza
−en crueldad nada gana a la mano del hombre−
está matando niños como tú y más pequeños.
Pero no te preocupes, que cuando duele mucho
cambiamos de canal y lo olvidamos.
Yo no sé si tú ves lo que ocurre en el mundo,
lo que ocurre en mi casa que es la tuya,
porque también aquí, en mi entorno más íntimo,
ha venido el dolor de nuevo a visitarme,
un dolor tan intenso y tan injusto
como el que me dejaste, pronto hará treinta años.
Hoy, cuando cumples treinta y ocho, sigo
depositando un beso cada noche,
en la foto que tengo en la mesilla,
ya sabes, la que estás sentado como un indio
con esa camiseta blanca y roja de rayas
y una sonrisa pícara que me llena de luz.
Ya no sé cómo debo imaginarte,
si como un niño alegre y chispeante
o como un hombre joven aprendiendo a vivir,
a desatar los nudos de dolor y de dicha
que la vida te hubiera reservado.
Quisiera refugiarme en tu abrazo de hombre
pero sin renunciar a esa risa de niño
que aún consuela mis días, hijo mío.
Ahora esperaré a que pasen los meses
y el veintiséis de abril llegue de nuevo.
Te escribiré otra carta, que no contestarás,
en la que vuelva a darte
el parte de la guerra de mi vida.
Hasta entonces, mi amor.
No olvides que te quiero igual que antes.