Este post no estaba previsto, pero las cosas a veces no se pueden prever, simplemente suceden. Sin ir más lejos, ayer a estas horas nada me hacía pensar que hoy estaría otra vez en Madrid, en mi casa escribiendo un post. Porque ayer, a estas horas, y antes y más tarde estaba en un mundo mágico, con todas las emociones prohibidas a flor de piel. Lo siento, una no es de piedra y ayer la luna tenía un color que no ha conseguido nunca ningún pintor; el cielo, las llanuras y los montes se difuminaron para dejarle todo el protagonismo; los grillos se callaron y las estrellas se apagaron. Nos quedamos solas la luna y yo y hablamos de otras noches de hace algún tiempo, cuando todavía nos permitíamos hacer tonterías, cuando todavía nos permitíamos soñar.
Era de noche y Medinaceli estaba desierta. Nuestras voces resonaban contra las piedras; hablábamos poco y de nimiedades, creo que cada uno de los tres estaba solo con la luna; no sé qué pensaban ellos, pero yo no pensaba: sólo sentía que se me iban cayendo al suelo los años y que era la misma de entonces, cuando todavía no tenía miedo y no me importaba perder. Cuando una noche como esa era más importante que el futuro; cuando no existía el futuro ni el pasado y el presente era una sola noche. Cuando una noche como esa compensaba de toda una vida.
No me dí cuenta de que corría un viento helador. Cuando nos fuimos estaba tiritando.
No me dí cuenta de que corría un viento helador. Cuando nos fuimos estaba tiritando.