Si yo creyera en Dios
creo que le diría cuatro cosas:
que me explicara
para qué sirve tanto sufrimiento
a qué fondo siniestro va a parar el dolor
o quién saca provecho de las penas.
Por qué de pronto un día
-puede ocurrir incluso en primavera-
se presenta la muerte
-irremediable y cruel-
en un hogar normal de buena gente
cuando ya les tocaba ser felices,
porque se lo han ganado por derecho.
Mil años de batalla, de hipotecas,
de los fines de mes a día quince,
de inventarse la vida sin desmayo,
de superar unidos la desgracia
sin perder nunca pie ni deslumbrarse
por ningún espejismo que engañara
el tedio asolador de la rutina
-que hasta el amor a veces se hace largo-
Y cuando llega el tiempo de dejarse las canas,
de acunar a los nietos y de maleducarlos,
de gastar las reservas al sol de medianoche,
despertar con la aurora boreal
y marcarse un tangazo por la Boca
anudando sus cuerpos,
la parca les espera agazapada,
traicionera, escondida tras los prunos;
para disimular se ha vestido de novia.
Si yo creyera en Dios
-no sé por qué lo escribo con mayúscula-
juro que le diría cuatro cosas.