Poco a poco la vida se adueña de mi pueblo.
Mujeres con el carro de la compra,
parques llenos de niños,
cervezas en las barras de los bares,
parejas que se besan riendo en las terrazas,
ancianos que pasean muy despacio
del brazo de emigrantes. Mi vecina
restriega los cristales mientras canta un bolero.
Alí, el senegalés que monta guardia
a la puerta de mi supermercado,
me regala su sonrisa blanquísima
y me dice feliz fin de semana.
Mientras tanto
unos seres perversos se reúnen
en despachos siniestros
a jugarse a las cartas el destino
de la gente corriente, la que solo
pretende convivir, tener trabajo,
ver crecer a sus hijos, a sus nietos
y morir en la cama, a ser posible.
Discuten con empeño la estrategia
para poder robarnos la sonrisa,
la música, los libros y las lágrimas
que nos identifican como humanos.
El amor, la amistad, el sexo, la ternura,
los jóvenes, los viejos, los enfermos,
los besos, los abrazos y las conversaciones,
los juegos de los niños y los perros,
el ansia de ganar las causas justas,
los recuerdos felices, la nostalgia
de los tiempos de entonces.
Ellos hacen sus planes
al margen de nosotros, solo piensan
cómo podrán rasgar la luna llena,
cómo sembrar el odio en nuestras vidas,
cómo hacernos dejar de ser personas.
los jóvenes, los viejos, los enfermos,
los besos, los abrazos y las conversaciones,
los juegos de los niños y los perros,
el ansia de ganar las causas justas,
los recuerdos felices, la nostalgia
de los tiempos de entonces.
Ellos hacen sus planes
al margen de nosotros, solo piensan
cómo podrán rasgar la luna llena,
cómo sembrar el odio en nuestras vidas,
cómo hacernos dejar de ser personas.