Y para qué escribir si ya está todo dicho,
si aquel atardecer que vimos juntos,
perdidos en la cama,
fue mucho más hermoso
que el más embaucador de los poemas,
si me siento incapaz de describir
la humedad de tu lengua
y aquella risa floja que nos acometía
-sin saber ni por qué y era por nada,
simplemente porque éramos felices-
cuando después de amarnos
fumábamos a medias el penúltimo.
Ni cómo me gustaba que me vieras desnuda
y sentir tu deseo navegándome.
Entonces lo sabía. Sabía que mi cuerpo
era más elocuente que todas mis palabras.