Después de pensar mucho he comprendido
lo que es la dignidad.
Dignidad, por lo visto, es asistir
digamos que al entierro de tu hijo
de riguroso negro,
tacones y un collar de perlas falsas.
Y no llorar; si acaso,
enjugar una lágrima rebelde
antes de que humedezca las pestañas
y se te corra el rimmel.
Dignidad es contar a los amigos
que a él no le gustaba la poesía
que chocabáis en temas de política,
y os separastéis de común acuerdo,
y no reconocer, ni aun bajo tortura,
que te dejó por otra
más joven y más hábil en la cama.
Dignidad es no confesar a nadie
-ni siquiera a un psicólogo argentino-
que te mueres por él,
que no puedes dormir, que por las noches
te persigue su voz, su cuerpo, su latido,
que a veces en la calle
le confundes con un hombre cualquiera
que ves entrar a un bar o a una farmacia
y corres. Y te paras en la puerta
porque te está mirando como a una alucinada.
Dignidad
es no decir te quiero a quien más quieres,
es mantener a raya la vida en lo correcto.
Dignidad es ser otra, amigos míos.