La distancia se agranda,
como se aleja un tren
que se hace diminuto,
casi como un juguete,
hasta perderse por el horizonte,
con la imagen amada en la retina.
Mas queda la esperanza del regreso.
La distancia es tangible y es salvable
si así nos lo queremos,
son tan solo kilómetros o millas,
nada más poderoso que nosotros.
Pero el tiempo es peor
porque es difuso,
no tiene longitud
ni forma a que agarrarse
ni algo que en sí mismo
justifique la ausencia;
es una nebulosa indefinida,
un semáforo eternamente en rojo,
por eso que llamamos
las circunstancias.
Y son más insalvables
que todos los océanos;
es dejar que los días y los meses
se mueran de costumbre
en un silencio turbio,
con miles de preguntas
y una sola respuesta:
las circunstancias.
Y da lo mismo estar,
como quien dice, a un paso
que en el confín del mundo,
si no pueden salvarse
las circunstancias.
Las circunstancias,
esa sutil frontera de cristal
que no nos atrevemos a romper,
que divide los mundos más cercanos,
que separa la piel y la mirada,
que mata hasta el recuerdo,
desdibuja la imagen,
e incluso hace dudar
de las palabras y de las vivencias.
De lo que ayer fue cierto.
Hasta que cualquier día
definitivamente nos vayamos,
tú en un lado y yo en otro.
Y nos habrán matado
las circunstancias.