Hace treinta años yo llevaba casi seis casada; tenía un niño que le faltaban nueve días para cumplir cinco y una niña que, seis días antes, había cumplido tres. Un puñado de ilusiones rotas, una situación familiar de imposible solución, un futuro sombrío y, todavía, una ilimitada capacidad de engañarme para tratar de vivir la vida que me había imaginado y no otra, sin mirar para los lados.
Parece mentira, pero en aquellos años en los que la política era el centro de la vida, yo no hablaba de política ni tenía ideas políticas. No fui a la universidad, donde se cocía la subversión, por lo que tampoco había vivido en ningún ambiente con inquietudes políticas ni sociales, jamás en el entorno de mi juventud hubo discusiones ni debates de ese tipo. Y si no, que me desmientan los que conmigo compartieron aquellos años. Todos procedíamos de familias similares y educados en el glorioso movimiento nacional. Yo sólo había recibido una versión de la historia; había nacido en una familia para la que Franco era el representante de Dios en la tierra, con mucho más derecho que el Papa de turno; de hecho, todos los que hubo entre Pío XII y Juan Pablo II, fueron criticados precisamente porque, en algún momento de su papado, cuestionaron al Caudillo. El Caudillo, así se le llamaba.
Comprendo que, visto desde hoy, es difícil de entender. Pero entonces yo no tenía conciencia de que vivía en un exótico país donde no se votaba. No tenía la necesidad de votar y me parecía que estaba muy bien que nos lo dieran todo hecho y que teníamos mucha suerte de que alguien como Franco decidiera por nosotros, pues indudablemente siempre decidiría lo que más nos conviniera. Ni siquiera me paré nunca a pensar que hubiera gente en desacuerdo con El, creía de verdad que éramos un país afortunado, que todos éramos felices gracias a El. El exilio lo percibía como una entelequia lejana, un invento de cuatro locos malvados. Por eso, cuando en los últimos coletazos del régimen se empezaron a percibir en la calle, primero murmullos y más tarde estruendos de protesta y en los paises de nuestro entorno surgieron manifestaciones contrarias, por ejemplo a las condenas a muerte del Proceso de Burgos, lo que todo aquello me producía era, más que nada, un inesperado estupor y cierta congoja. Cada insulto a Franco que escuchaba me hería como si insultaran a mi padre, a mis ancestros, a todo lo que yo era.
En mi casa de recien casada se quedaron a vivir los problemas, unos problemas que me envolvían, me ahogaban y no tenía cabeza ni cuerpo para ocuparme de otras cosas. Mi proyecto personal hacía aguas por los cuatro costados y yo me agarraba a los hijos como a tablas de salvación. Tuve dos más. Y la tan traída y llevada transición pasó por mi lado sin romperme ni mancharme. Por ejemplo la legalización del Partido Comunista, aquel sábado santo, me la contaron como una traición a la Patria sin precedentes. Sólo tres meses antes, unos pistoleros habían entrado en un despacho de abogados de la calle de Atocha y habían acribillado a tiros a cinco personas. Alguna voz se oyó justificando aquella matanza: horrible, pero es que eran comunistas. En mi memoria se confunden las fechas y los acontecimientos. Cuando me casé me fui a vivir a Canarias y empecé a conocer gente distinta. Recuerdo cómo me sobrecogió el comentario de un conocido al enterarse de no sé qué atentado de ETA: dijo, refiriéndose a la víctima y regodeándose de gusto: ¿no se llamará Carrero Blanco? Poco después la víctima se llamó Carrero Blanco y me estremecí con la imagen de aquel tipo.
Parece mentira, pero en aquellos años en los que la política era el centro de la vida, yo no hablaba de política ni tenía ideas políticas. No fui a la universidad, donde se cocía la subversión, por lo que tampoco había vivido en ningún ambiente con inquietudes políticas ni sociales, jamás en el entorno de mi juventud hubo discusiones ni debates de ese tipo. Y si no, que me desmientan los que conmigo compartieron aquellos años. Todos procedíamos de familias similares y educados en el glorioso movimiento nacional. Yo sólo había recibido una versión de la historia; había nacido en una familia para la que Franco era el representante de Dios en la tierra, con mucho más derecho que el Papa de turno; de hecho, todos los que hubo entre Pío XII y Juan Pablo II, fueron criticados precisamente porque, en algún momento de su papado, cuestionaron al Caudillo. El Caudillo, así se le llamaba.
Comprendo que, visto desde hoy, es difícil de entender. Pero entonces yo no tenía conciencia de que vivía en un exótico país donde no se votaba. No tenía la necesidad de votar y me parecía que estaba muy bien que nos lo dieran todo hecho y que teníamos mucha suerte de que alguien como Franco decidiera por nosotros, pues indudablemente siempre decidiría lo que más nos conviniera. Ni siquiera me paré nunca a pensar que hubiera gente en desacuerdo con El, creía de verdad que éramos un país afortunado, que todos éramos felices gracias a El. El exilio lo percibía como una entelequia lejana, un invento de cuatro locos malvados. Por eso, cuando en los últimos coletazos del régimen se empezaron a percibir en la calle, primero murmullos y más tarde estruendos de protesta y en los paises de nuestro entorno surgieron manifestaciones contrarias, por ejemplo a las condenas a muerte del Proceso de Burgos, lo que todo aquello me producía era, más que nada, un inesperado estupor y cierta congoja. Cada insulto a Franco que escuchaba me hería como si insultaran a mi padre, a mis ancestros, a todo lo que yo era.
En mi casa de recien casada se quedaron a vivir los problemas, unos problemas que me envolvían, me ahogaban y no tenía cabeza ni cuerpo para ocuparme de otras cosas. Mi proyecto personal hacía aguas por los cuatro costados y yo me agarraba a los hijos como a tablas de salvación. Tuve dos más. Y la tan traída y llevada transición pasó por mi lado sin romperme ni mancharme. Por ejemplo la legalización del Partido Comunista, aquel sábado santo, me la contaron como una traición a la Patria sin precedentes. Sólo tres meses antes, unos pistoleros habían entrado en un despacho de abogados de la calle de Atocha y habían acribillado a tiros a cinco personas. Alguna voz se oyó justificando aquella matanza: horrible, pero es que eran comunistas. En mi memoria se confunden las fechas y los acontecimientos. Cuando me casé me fui a vivir a Canarias y empecé a conocer gente distinta. Recuerdo cómo me sobrecogió el comentario de un conocido al enterarse de no sé qué atentado de ETA: dijo, refiriéndose a la víctima y regodeándose de gusto: ¿no se llamará Carrero Blanco? Poco después la víctima se llamó Carrero Blanco y me estremecí con la imagen de aquel tipo.
Volvieron las vacas sagradas del rojerío en el exilio: Pasionaria, Carrillo, Alberti y volvió también a mis oídos aquella palabra trágica y altisonante: traición.
No voté en aquellas primeras elecciones democráticas. Alianza Popular, que así se llamaban los antepasados del actual PP, siempre me produjo repelús, renegando públicamente de la sangre de su sangre y alardeando de demócratas de toda la vida. Y votar a un partido de izquierdas era demasiado fuerte para una chica católica y de buena familia, aunque en algún recoveco de por dentro se me iban grabando las grandes palabras como justicia y libertad, que me empezaron a resultar más atractivas que patria y orden. Y votar a la representación abiertamente franquista, era como votar a Felipe II.
Con el paso de los años la vida, mi vida, se empeñó en seguir un curso distinto al que estaba programado. Perdí la batalla doméstica. La muerte de Jaime coincidió en el tiempo con el naufragio definitivo y con el definitivo cambio de escenario. Comprendí que España era mucho más grande que el barrio de Salamanca y que albergaba gentes de toda condición. Leí otras cosas, amplié mi círculo de amistades, me relacioné con individuos diferentes, con historias diferentes, con familiares represaliados, exiliados. Conocí a algunos de los otros y comprobé que eran personas como los demás, con los mismos anhelos íntimos que cualquiera pero, además, con una historia que se les había negado. Me pareció que en aquella tan ejemplar transición, hubo una parte de españoles cuyas renuncias fueron mucho más genorosas que las de la otra parte, sin negar que también las hicieran. Porque en aquel borrón y cuenta nueva, renunciaron a la memoria de los suyos, al reconocimiento de la razón histórica. Siguieron siendo los malos de la película a los que los buenos perdonaban sus desvaríos y les admitían en su casa.
En mi interior bullía un debate interno, entre mi historia y la realidad que estaba conociendo. Entre la verdad oficial que había aprendido y esa otra verdad oculta que estaba descubriendo. Y al mismo tiempo, un debate emocional, porque renegar de aquella verdad oficial era renegar de mis raíces. Era doloroso.
Después de la Constitución voté a la Unión de Centro Democrático, más por instinto que por otra cosa. La figura de Adolfo Suárez se agrandó enormemente. Creo que todavía hoy, que está perdido en la maraña de su memoria, tenemos pendiente un homenaje a su persona y a su trayectoria.
Cuando en el 82 ganó el Partido Socialista, todavía no me había atrevido a votarles, pero me sacudió un regocijo íntimo, casi pecaminoso. Les voté en las siguientes y en las siguientes hasta que no pude hacerlo en las del 96. La sombra de los GAL me impidió depositar la papeleta. La corrupción la quería justificar pensando que eran las personas, no el Partido, pero aquello fue demasiado fuerte; sin embargo tengo para mí que, lo que luego fuera el arma que les echó del poder, se hizo con la aquiescencia de todos. Y cuando digo todos, digo todos. Me volví a quedar en casa.
De lo que siguió después y de cual es mi posición actual, he dado cumplida cuenta en este blog; el príncipe de las Azores, en afortunadas palabras de Aguaamarga -como siempre, por otra parte- acabó de darme el último empujón para arrojarme en los brazos de ZP, hasta el punto de afiliarme. Y ahí estoy, deslumbrada con sus luces y abrumada con sus sombras.