Los hijos se van; más pronto que tarde llega un día en el que pasamos a ser sólo espectadores de sus vidas. Las miramos como a esas películas que nos encogen el corazón sentados en la butaca, sin poder avisar al protagonista de que a la vuelta de cualquier esquina le acecha el dolor. Tienen que vivir su propia historia y no sirve la experiencia de otros, ni los consejos; su vida es única e irrepetible, aunque se venga repitiendo en cada individuo desde el principio de los tiempos. No saben que todo está inventado, que son seres vulgares y les ocurren cosas parecidas a las de todo el mundo.
Y se van por ahí a pecho descubierto, con la mirada clara y su verdad por bandera. Uno se queda en casa viéndoles partir con el corazón encogido, mirando cómo doblan la esquina de todos los peligros sin poder evitarlo. Se llevan la mochila cargada de ilusiones, no necesitan nada más que amor para vivir. No saben que el amor puede ser dulce y amargo, estéril y fecundo, creativo y destructor, brutal y tierno, según soplen los vientos. Y, sobre todo, es frágil como el cristal más fino y requiere de un trato cuidadoso.
A veces vuelven con la mochila cargada de dudas y de miedos. Y uno sólo puede recibirles, vaciar el armario, hacerles esa cena que les gusta y llorar con sus lágrimas.
Y se van por ahí a pecho descubierto, con la mirada clara y su verdad por bandera. Uno se queda en casa viéndoles partir con el corazón encogido, mirando cómo doblan la esquina de todos los peligros sin poder evitarlo. Se llevan la mochila cargada de ilusiones, no necesitan nada más que amor para vivir. No saben que el amor puede ser dulce y amargo, estéril y fecundo, creativo y destructor, brutal y tierno, según soplen los vientos. Y, sobre todo, es frágil como el cristal más fino y requiere de un trato cuidadoso.
A veces vuelven con la mochila cargada de dudas y de miedos. Y uno sólo puede recibirles, vaciar el armario, hacerles esa cena que les gusta y llorar con sus lágrimas.