Los colores del parque eran suaves, sosegados; mostraban una belleza callada y tímida. Los árboles secos lucían su cabellera, enmarañada y leñosa, en una desnudez sin alardes. Sólo la hierba aportaba color, pero también matizado, discreto.
No había un alma; los pájaros estaban escondidos y cuándo hablábamos parecía que nuestras voces arañaran la piel del silencio, que caminaba a nuestro lado con las manos en los bolsillos.
Inevitablmente, me vinieron a la cabeza otros paseos de hace cinco años, cuando los astros se conjugaron para que viniera a parar a este Madrid arrabalero y popular, para mí hasta entonces desconocido. De Atocha hacia el sur era la nada, un mundo inexplorado, una incógnita que nunca me molesté en despejar. Y me encontré este apéndice de la ciudad que todavía conserva el ambiente vecinal, donde la gente convive en la plaza; donde los tenderos llaman a las vecinas por su nombre -señora y de usted si peinan canas- y se pueden llevar unas botas a poner medias suelas al zapatero remendón de abajo, encontrar un cerrajero o un electricista que haga una chapuza en casa. Y donde todavía se puede comprar media barra de pan. La gente sabe lo que cuesta ganarlo y concede al dinero el valor que tiene. Casi todos los bares, de lunes a jueves, están cerrados a las nueve de la noche, porque tomarse una copa es un extraordinario de fin de semana. Los domingos las mujeres se pintan los labios, aprisionan los pies en sus zapatos pasados de moda pero todavía con la dureza de recién estrenados, y se van a pasear por el parque del brazo de su santo, saludando a las vecinas muy ufanas. Después, el lujazo de la caña y los boqerones en vinagre. Una forma de vivir austera y menestral; unos tipos humanos ingenuos y sabios a la vez, infantiles y llenos de la sabiduría que únicamente se adquiere mirando pasar la vida.
Este mundo me encontré hace cinco años. Un mundo al que yo no pertenecía -uno no elige dónde nace- y que tenía mucho que enseñarme.
Cuando dimos aquel primer paseo todavía no habían entrado las excavadoras municipales en el parque. Ahora le han expoliado unos miles de árboles en aras de la modernidad. Un intercambiador de autobuses que yo, en mi inconsciencia, no había echado de menos pero que, por lo visto, me hacía mucha falta. A mí, en cambio, me gustaría que la línea 6 del metro hiciera su recorrido sin sobresaltos y para eso no hacía falta talar ningún árbol. Pero ¿quién soy yo para opinar sobre las prioridades del Ayuntamiento?
He paseado en distintas ocasiones, sola y con diferentes compañias. Con los prumos en flor y con las hojas secas alfombrando el suelo. Con mi amiga Lola y su perra Ewok, haciéndonos confidencias, riendo, llorando y tratando de encarar un futuro incierto. Ewok murió de vieja hace tres años y Lola, a estas alturas, tiene que volver a hacer frente al futuro. Que el destino te depare muchos buenos momentos en esta nueva andadura, que ya te toca.
El domingo pasado nos fuimos a pasear. Ojalá que nosotros, los de entonces, todavía seamos los mismos. Hacía mucho frío y el parque estaba silencioso y desierto. Luego nos tomamos unos boquerones en vinagre.
No había un alma; los pájaros estaban escondidos y cuándo hablábamos parecía que nuestras voces arañaran la piel del silencio, que caminaba a nuestro lado con las manos en los bolsillos.
Inevitablmente, me vinieron a la cabeza otros paseos de hace cinco años, cuando los astros se conjugaron para que viniera a parar a este Madrid arrabalero y popular, para mí hasta entonces desconocido. De Atocha hacia el sur era la nada, un mundo inexplorado, una incógnita que nunca me molesté en despejar. Y me encontré este apéndice de la ciudad que todavía conserva el ambiente vecinal, donde la gente convive en la plaza; donde los tenderos llaman a las vecinas por su nombre -señora y de usted si peinan canas- y se pueden llevar unas botas a poner medias suelas al zapatero remendón de abajo, encontrar un cerrajero o un electricista que haga una chapuza en casa. Y donde todavía se puede comprar media barra de pan. La gente sabe lo que cuesta ganarlo y concede al dinero el valor que tiene. Casi todos los bares, de lunes a jueves, están cerrados a las nueve de la noche, porque tomarse una copa es un extraordinario de fin de semana. Los domingos las mujeres se pintan los labios, aprisionan los pies en sus zapatos pasados de moda pero todavía con la dureza de recién estrenados, y se van a pasear por el parque del brazo de su santo, saludando a las vecinas muy ufanas. Después, el lujazo de la caña y los boqerones en vinagre. Una forma de vivir austera y menestral; unos tipos humanos ingenuos y sabios a la vez, infantiles y llenos de la sabiduría que únicamente se adquiere mirando pasar la vida.
Este mundo me encontré hace cinco años. Un mundo al que yo no pertenecía -uno no elige dónde nace- y que tenía mucho que enseñarme.
Cuando dimos aquel primer paseo todavía no habían entrado las excavadoras municipales en el parque. Ahora le han expoliado unos miles de árboles en aras de la modernidad. Un intercambiador de autobuses que yo, en mi inconsciencia, no había echado de menos pero que, por lo visto, me hacía mucha falta. A mí, en cambio, me gustaría que la línea 6 del metro hiciera su recorrido sin sobresaltos y para eso no hacía falta talar ningún árbol. Pero ¿quién soy yo para opinar sobre las prioridades del Ayuntamiento?
He paseado en distintas ocasiones, sola y con diferentes compañias. Con los prumos en flor y con las hojas secas alfombrando el suelo. Con mi amiga Lola y su perra Ewok, haciéndonos confidencias, riendo, llorando y tratando de encarar un futuro incierto. Ewok murió de vieja hace tres años y Lola, a estas alturas, tiene que volver a hacer frente al futuro. Que el destino te depare muchos buenos momentos en esta nueva andadura, que ya te toca.
El domingo pasado nos fuimos a pasear. Ojalá que nosotros, los de entonces, todavía seamos los mismos. Hacía mucho frío y el parque estaba silencioso y desierto. Luego nos tomamos unos boquerones en vinagre.