lunes, 15 de enero de 2007

EL ABANICO

Creo que los amigos que elegimos son un poco reflejo de nosotros, de manera que nos podemos hacer una idea de cómo es alguien observando a sus amigos. No hablo de los amigos que vienen impuestos por el entorno en el que hemos crecido –esos no se eligen, forman parte del paisaje y uno los quiere porque sí, a veces a su pesar- sino de los
que escogemos o nos escogen -suele ser recíproco- entre otras muchas personas a las que hemos conocido en el mismo ámbito o en circunstancias similares y, sin embargo, nos pasan inadvertidas o incluso nos “caen mal” sin ninguna razón objetiva y, no sólo no les damos ninguna oportunidad sino que, con demasiada frecuencia, nos permitimos el lujo de juzgarlas ignorando todo sobre ellas.

Pero sucede que eso que llamamos feelling es algo absolutamente irracional y a menudo injusto. Dejando aparte la atracción sexual, que eso es otra historia, en el terreno de las relaciones humanas nos movemos por motivos muy extraños y poco o nada contrastados. Unas veces porque nos parece tener ciertas similitudes con esa persona y otras al contrario, porque le creemos dueño de lo que a nosotros nos falta.

Al menos en mi caso ni siquiera es algo razonado. Tengo tendencia a dejarme llevar por impulsos y cuando una persona me inspira confianza, puedo enseñarle en un momento todas mis vergüenzas y contarle cosas de las que sólo debería hablar en presencia de mi abogado. En general no me ha ido mal con este sistema, creo que tengo un puñado de excelentes amigos y amigas que han llegado a serlo después de un rato de confidencias. Pero también ha habido alguna ocasión –afortunadamente, las menos- en las que, como con la policía, todo lo que he declarado se ha vuelto en mi contra. Mi interlocutor ha tergiversado y manipulado mis palabras –y lo que es peor, mis sentimientos- a su gusto y conveniencia, ofreciendo su particular versión, una versión escasamente generosa. Pero no aprendo y creo que a estas alturas del partido va a ser difícil que cambie.

Una vez coincidí en unas vacaciones con la amiga de una amiga de mi amiga Lola, que me dio un sabio consejo. Me dijo que para ella los amigos eran como un abanico, en el que cada uno ocupaba una varilla y con cada uno ofrecía una cara. Con este hablaba de sus amores, con aquel de sus hijos, con el de más allá de su trabajo, con el otro de dinero o de política, y cada uno se había formado una opinión de ella completamente distinta. Según para quién era una madre amantísima o una mujer fatal o una ejecutiva agresiva o una enfervorizada militante. Todo esto me lo dijo un día que se me soltó la lengua delante de unos gin-tonics y no la volví a ver más. Sabe Dios qué le contaría para que me diera ese consejo. Por supuesto que no lo seguí, más que nada porque me hubiera hecho un lío, seguro que me equivocaba de interlocutor.

No le hice caso de forma premeditada, tengo para mí que nunca me han sentado bien los disfraces. Pero, de forma instintiva, tengo mis dudas de que no enseñe mi mejor perfil según quién me esté mirando, que estas cosas son muy raras.