Lo del sábado pasado fue un espejismo. Me sirvió un rato, lo justo para pasar el fin de semana animada y con una esperanza difusa. Pero el lunes el aire volvió a impregnarse de una tristura sucia y pegajosa. Y es que contra la mala baba es muy difícil luchar, siempre nos pilla desprevenidos.. No me tengo por ingenua, ya tengo una edad, la vida me ha dado algunos palos y creo que he desarrollado una cierta intuición para verlas venir. Incluso me ponen un poco nerviosa los que van por ahí de "viva la gente" y de "to er mundo e güeno", como que no me lo creo mucho y me parece que esa actitud tiene algo de pose; o de querer cerrar los ojos, no sé. Sin embargo me desconcierta el manejo de la crueldad como arma. Me he mordido la lengua en infinidad de ocasiones porque me he dado cuenta a tiempo de que lo que estaba a punto de decir podía herir a mi interlocutor. Supongo que, como todo el mundo, mil veces habré dicho cosas que hagan daño a alguien, pero nunca lo he hecho de una forma premeditada; digamos que siempre ha sido un daño colateral.
Por eso me da miedo esa clase de personas que no se paran en barras, que entre todas las frases construyen la que puede dar en el punto más doloroso. La maldad me paraliza, me deja sin reacción precisamente porque no me la espero. Ante la agresividad verbal me quedo inerme, creo que el otro también va a pecho descubierto y de repente me suelta un directo a la mandíbula que me hace tambalear hasta las lágrimas. Estas cosas pasan en la vida privada y en la pública. En las oficinas, en el metro, en el mercado y en el Congreso de los Diputados. Hay por ahí una baba pringosa que, como no la cortemos pronto, nos va a inundar la vida; la vida de todos. Sería triste que no bastara con ser español y tener dieciocho años; sería muy triste que, para alcanzar los legítimos objetivos, tambien fuera imprescindible la mala baba.