lunes, 19 de enero de 2009

LA TERCERA EDAD

Según dice la Wiky, Felipe González nació el 5 de marzo del 42, de manera que dentro de mes y medio cumplirá sesenta y siete tacos de almanaque, lo que no es óbice ni cortapisa para que esta semana nos haya sorprendido con un nuevo amor, y yo que me alegro. Felipe González y su novia -que, aunque más joven, tampoco es una niña- son sólo un ejemplo de que esta cosa del amor no se acaba nunca y de que las ganas de vivir y el espíritu joven no tienen necesariamente fecha de caducidad. Incluso en algunos casos puede ser el momento más propicio, cuando ya se han hecho los deberes en el aspecto profesional y/o económico, los hijos están crecidos y son independientes, la lucha cotidiana por la supervivencia y las tensiones han disminuido y la vida es más tranquila.

Todo esto es pura teoría, porque la década de los sesenta -en la que me falta muy poquito para entrar- encierra una acumulación de funciones difícilmente compaginables. Los padres y madres que nos quedan -a los que nos queda alguno o los dos- son muy mayores, muy frágiles, están llenos de miedos y de soledades, cada día son más dependientes física y psíquicamente y en ocasiones nos miran desde muy lejos, como si estuvieran presos en el pasado. Alguien dijo que los viejos no piensan, sólo recuerdan. Yo creo que a veces se sienten atrapados entre la nostalgia del pasado y el miedo a lo que está por venir.

Los hijos están en la treintena y su vida es muy complicada: ellos y ellas trabajan -y que dure, lagarto, lagarto- tienen hijos pequeños que se ponen malos cada dos por tres, que no les dejan dormir lo que necesitan, hipotecas que pagar, una competitividad laboral cada vez más estresante, unas condiciones que no son las mejores para la intimidad de las parejas, en fin, un enorme agotamiento personal que también repercute en nosotros, los abuelos, porque los hijos son para siempre y no se puede dimitir del cargo de padre o de madre. Además, muchos aún seguimos trabajando y tratando de buscar la estabilidad, en el aspecto puramente material y en otros más emocionales y no siempre estamos disponibles para echar las manos que necesitan unos y otros, lo que nos crea -a mí, al menos- un difuso pero persistente sentimiento de culpa.

Por otra parte, la salud y las fuerzas físicas ya no son las que eran; por bien que nos encontremos, muchas veces nos duele aquí y allá, estamos cansados, la maquinaria empieza a fallar. Eso, en el mejor de los casos, porque también vemos el goteo incesante de amigos que se van, víctimas de esos dos monstruos -el cáncer y el infarto- que se ceban sin compasión en estas edades; todos los días nos enteramos de alguien a quien queremos sobre el que planea la amenaza y debe empezar una durísima batalla. Si ese alguien es cercano, su dolor y su angustia también son nuestros. Cada amigo que se va, se lleva con él un trozo de nuestras vidas y nos deja un poco más solos, un poco más tristes y un poco más débiles.

Pero, a pesar de todo esto, en algún rincón de nuestra alma sobreviven la risa, la alegría y el impulso irracional de amar contra viento y marea. El impulso de exprimir la naranja ya casi esquilmada de la vida y de bebernos esas gotas tan dulces.

Y me coge un deseo de vivir y ver amanecer, acostándome tarde, que no está en proporción con la edad que ya tengo. Jaime Gil de Biedma murió con sesenta años, pero esto lo escribió antes de cumplir cuarenta, en la flor de la edad, diría yo. No sé qué pensaría de esa proporción a los sesenta, pero ocurre lo mismo porque la naturaleza es sabia y quizá sin un gramo de locura, no podríamos seguir. Y es que esto es demasiado. Nos acometen las ganas de llorar con la misma urgencia que las ganas de vivir, es una cosa muy rara.