martes, 26 de julio de 2011
LA FUENTE NUEVA
A mis dieciséis años conociste
la exacta dimensión de mi cintura,
la virginal tersura de mi vientre,
la adolescente fruta de mi pecho
sobre el banco de piedra de la fuente
donde muy poco antes
todavía cazaba renacuajos.
El cielo de Sigüenza en esa noche
dilapidaba estrellas como si le sobraran
y nosotros, en tanto,
perdíamos la cuenta de los besos.
Era todo demasiado perfecto,
despertamos la envidia de los dioses;
de unos dioses siniestros e implacables
que unos años más tarde y sin invitación
vinieron a instalarse en nuestra casa
y a robarnos la vida, el sexo y la ternura.
A ti te arrebataron el futuro,
te dieron el cambiazo
por otro hecho de sombras y amenazas
y te quedaste solo,
acosado en tu mundo indescifrable.
Y de mí consiguieron con paciencia
digna de mejor causa
-les costó veinte años pero al fin lo lograron-
que dejara de ser buena persona.
Perdóname si no estuve a la altura
de tu sin par mente maravillosa.
Perdona que me fuera huyendo de mí misma,
de la maldita suerte, del destino,
de no saber amar lo suficiente
para encontrar en ti
lo que anduve buscando por ahí sola.
¡Qué te voy a contar que tú no sepas
de mis palos de ciego,
de los clavos ardiendo a los que me agarré
para luego caer
de nuevo con las manos abrasadas!
Por si acaso el expolio fuera poco
los dioses del dolor se llevaron al hijo
y no pudimos ni llorarlo juntos.
Hoy,
que han pasado mil años
y la muerte escondida nos acecha,
déjame que reviva al menos esa noche,
saber que hubo un momento en que fuimos felices
sobre la piedra de la Fuente Nueva.
Y el cielo de Sigüenza
dilapidando estrellas a lo loco.