Se hace larga la tarde de finales de junio
como en esas películas que nunca pasa nada
y una espera, comida por el tedio,
que se besen por fin o que se olviden.
Ya se ha acabado todo, pero no han terminado
los años de propina. Pasaron muchas cosas,
demasiadas incluso y demasiado juntas
cuando apenas tenía la suficiente edad
ni las armas precisas para hacer frente a tanto,
ni a los crueles dolores ni a todos los caballos
que galopaban ciegos en mi pecho.
Me equivoqué mil veces, si a buscar
dónde enjugar las lágrimas,
dónde encontrar la cara más dulce de la vida,
se le puede llamar equivocarse.
Pero no me arrepiento ni siquiera de un beso
de todos los que eran para siempre.
Eternidad fugaz como esa lluvia
furibunda que deja la tormenta.
He llegado hasta aquí,
a transitar por este triste páramo
en el que a duras penas sobreviven
los recuerdos riéndose en mi cara.
Porque ahora me dicen que ya no tengo edad,
que es absurdo y patético
pretender ser feliz a estas alturas
y que no pierda el tiempo soñando tonterías,
que debía bastarme con mis nietos
si fuera una mujer como Dios manda.