Desde la ventana de la planta dieciséis del Hospital Gómez Ulla se abarca una vista infinita del revés de Madrid. Hace un día neblinoso y gris pero aún así se divisa al fondo, entre brumas, el Cerro de los Angeles que me recuerda las visitas con el colegio. Las nubes bajas y sucias forman como un cerco de grasa alrededor de este Madrid destartalado y proletario que no aparece en las postales; es un amalgama desordenado de tejados, antenas, azoteas con sábanas volando, fachadas anónimas e impersonales que, seguramente, guardan inacabables historias de supervivencia, de lucha, de cansancio. Historias de miseria urbana, malencarada y cruel, esa miseria oscura de paredes húmedas y aliento de alcohol; de violencia agazapada en los portales.
Miro desde arriba con la lejana indiferencia con que se mira lo inevitable. ¡Qué vista más fea! digo por decir algo. Pero mi madre no me escucha; su ánimo oscila entre la rebeldía y la claudicación, entre el rechazo a la enfermedad y a la vejez y la evidencia de su postración. Ahora está enfadada; el médico mandó que la trajéramos cuando vió los análisis. Y aquí, ya se sabe, se complican las cosas. Más análisis, radiografías; otras pruebas diagnósticas en el borde de la tortura -ella dice que es como la checa de Fomento, con su particular reivindicación de la memoria histórica-. Quisiera un tratamiento mágico y a casa. Una imposición de manos o algo así. A ratos cae en un silencio soñoliento, en una tristeza muda. Yo me vuelvo loca tratando de entretenerla, le cuento cosas de los niños y sonríe un poco. -¿Quieres leer?. Niega con la cabeza. Le compro una revista de cotilleo, se ha separado el hijo de la duquesa. Apenas la ojea, apenas la hojea. No sé para que se casa la gente, murmura. Reza el rosario.
Así desde el martes pasado y hoy es sábado. Lentitud, sensación de que nadie nos hace caso. Las enfermeras entrar y salen, la tensión, el termómetro, el desayuno, la limpieza. Son jóvenes, la tutean, le dicen cielo y esas cosas. Pero pocas explicaciones.
Me muero de pena. A lo mejor se recupera de ésta. Pero yo sé que esto no hay quién lo pare. Que no hay vuelta atrás. Son peldaños que va bajando poco a poco, implacablemente. De vez en cuando sube uno, pero baja tres.
Me siento tremendamente inútil.
Miro desde arriba con la lejana indiferencia con que se mira lo inevitable. ¡Qué vista más fea! digo por decir algo. Pero mi madre no me escucha; su ánimo oscila entre la rebeldía y la claudicación, entre el rechazo a la enfermedad y a la vejez y la evidencia de su postración. Ahora está enfadada; el médico mandó que la trajéramos cuando vió los análisis. Y aquí, ya se sabe, se complican las cosas. Más análisis, radiografías; otras pruebas diagnósticas en el borde de la tortura -ella dice que es como la checa de Fomento, con su particular reivindicación de la memoria histórica-. Quisiera un tratamiento mágico y a casa. Una imposición de manos o algo así. A ratos cae en un silencio soñoliento, en una tristeza muda. Yo me vuelvo loca tratando de entretenerla, le cuento cosas de los niños y sonríe un poco. -¿Quieres leer?. Niega con la cabeza. Le compro una revista de cotilleo, se ha separado el hijo de la duquesa. Apenas la ojea, apenas la hojea. No sé para que se casa la gente, murmura. Reza el rosario.
Así desde el martes pasado y hoy es sábado. Lentitud, sensación de que nadie nos hace caso. Las enfermeras entrar y salen, la tensión, el termómetro, el desayuno, la limpieza. Son jóvenes, la tutean, le dicen cielo y esas cosas. Pero pocas explicaciones.
Me muero de pena. A lo mejor se recupera de ésta. Pero yo sé que esto no hay quién lo pare. Que no hay vuelta atrás. Son peldaños que va bajando poco a poco, implacablemente. De vez en cuando sube uno, pero baja tres.
Me siento tremendamente inútil.