Me ha hecho mucha gracia este video que me ha mandado Almu, aparte de por la constancia del chaval -digna de mejor causa- por lo que tiene de simbólico. Algunos tenemos una atracción fatal por las sensaciones intensas y nos acercamos a ellas una y otra vez sabiendo que los sabores fuertes pueden saltarnos las lágrimas y que, si andamos jugando con fuego, lo más probable es que salgamos un poco chamuscados, cuando no con quemaduras profundas en la piel del alma. Aunque el sabor le estremece, el niño -erre que erre- insiste con el limón, intuyendo una promesa de placeres agridulces. Al final consigue que le guste y lo chupa con el mismo deleite que si se tratara de una piruleta, no sé si porque se ha acostumbrado o porque ha perdido la sensibilidad, que viene a ser lo mismo. Creo que ya no le va a gustar la papilla de cereales.
El eterno dilema. No sabe uno cómo acertar, si dedicarse a la dieta sin sal, tan sana y tan aburrida, o comerse un chuletón a la pimienta que está delicioso pero nos puede abrir un agujero en el estómago, o quizá en el corazón. La dieta sin sal tiene un problema y es que hay que reforzarla con un tratamiento intensivo de pastillas para no soñar, lo que acarrea demoledores efectos secundarios y una agonía larga, sorda e incruenta que deja el alma aterida y el hastío instalado en el cuerpo. Por otra parte, los alimentos sabrosos nos abrasan la lengua y nos inundan con el calorcito de las emociones; las quemaduras nos enrojecen la delicada y rugosa piel del sentimiento y las ampollas inflaman la parte más vulnerable de nosotros; y nos pueden quedar cicatrices imborrables, con pérdida de sensibilidad en las zonas más expuestas al fuego.
Pero algo me dice que es preferible arder que congelarse. Al menos, al acariciarnos las cicatrices, cerraremos los ojos y reviviremos la calidez del roce de las llamas.