El otoño se derrama con lentitud y nos regala unos días dulces y dorados, cálidos y acogedores. Por la ventana veo que la gente pasea, sin prisas, camino del parque, que debe estar empezando a vestirse de melancolía.
Pero yo no lo veo; no quiero abrir las persianas porque el sol entra en tromba a despertarme y cierra el paso a mi huida. Anoche tardé en dormirme; no conseguía alcanzar ese espacio inaccesible a la realidad, donde no llega la angustia ni suena el teléfono. Y esta mañana no quería salir de él. Tengo la puerta cerrada, con la horquilla cruzada, como en un bunker fortificado. Fumo sin parar; los tres kilos que me calcé en Los Ancares, se han evaporado junto con los valles verdes y la ilusión, todo en el mismo lote. Yo sé que los que no me conocéis pensaréis que padezco un síndrome bipolar agudo, pero estáis equivocados. Ocurre que a veces hay que inventarse una vida discretamente amable, fabricar una fantasía para sobrevivir a la realidad. Porque la realidad es invivible, prosaica y carece del menor interés literario.
A lo largo de este blog me habréis visto en diferentes estados de ánimo: crítica, melancólica, divertida, irónica, triste. Todo era mentira. Todo era una fuga de la realidad. Escribir es una manera de huir, pero llega un momento en que se levanta un muro altísimo al final de todas las salidas y una se queda encerrada dentro. Fuera están los hijos, los nietos -¡tan preciosos!- los amigos, todos ajenos a este laberinto de miedo.
Este blog no es lo suficientemente anónimo como para contar la realidad y ya no tengo escapatoria así que, de momento, cierro la tienda hasta que se abra alguna grieta en alguno de los muros por donde pueda dejar salir otra vida inventada.
Disfrutad el otoño, creo que está delicioso.