Pereda de Ancares es un pueblecito en el centro del Valle, dónde llegamos Arturo y yo gracias a quién sabe qué afortunada conjunción de los astros. No teníamos ni idea de su existencia y buscamos en internet alguna casa rural por la zona; caímos en el Centro de Turismo Rural "Valle de Ancares" como podíamos haber caído en cualquier otro sitio de los muchos que hay por allí. Pero como digo, la suerte estaba de nuestra parte. El establecimiento está atendido por una pareja simpatiquísima, enamorada de su tierra, que enseguida consiguieron que nos sientiéramos en casa. Jorge es el mejor cicerone que podíamos haber encontrado; no cree en las máquinas, así que nos aconsejó que apagáramos el G.P.S. y siguiéramos sus indicaciones para los paseos y las excursiones. Y, efectivamente, eran tan detalladas, tan minuciosas que se perdía todo el suspense; sólo le faltaba llevarnos de la manita a cada rincón, a cada árbol, a cada cascada, a cada pueblito. Y Ana, es una sonrisa andante enmarcada por el paréntesis facial de los dos hoyuelos de sus mejillas, un derroche de alegría y buen humor. Además es una cocinera realmente exquisita que ha colaborado con entusiasmo a los tres o cuatro kilos que me he calzado en estos días, no me quiero ni pesar.

El pueblo es un laberinto silencioso formado por las típicas construcciones de allí, casas hechas de piedras planas y tejados de pizarra, sobre las que sobresale entre los árboles el campanario de la iglesia. Huele a campo y a madera y a vida en estado puro. En Pereda se mantiene una de la


El castaño es el rey indiscutible del Valle de Ancares en general y de Pereda en particular y la base de su economía. Por todo el campo pr

Al mediodía llegaron Ignacio y Marisol, después de perderse entre los valles, por hacer caso a las máquinas. Ana, sin ninguna piedad por nuestras siluetas, nos dió de comer unos puerros al horno con salsa de queso de cabra y cecina que quitaban el sentío y un churrasco espectacular. De postre, delicias de El Bierzo con helado de limón, de muerte. Por la tarde, paseíto por el pueblo y visita a la palloza. Entonces fue cuando la vimos por dentro. Por el camino, las mujeres octogenarias dobladas por la mitad "apañaban" patatas con la azada.


La excursión por los pueblitos del puerto noroeste fue casi lo mejor del viaje. Como siempre, Jorge nos había preparado un recorrido perfecto para ver la zona; llegamos a lo más alto del puerto, donde la vista recorre el verde de los valles y la sucesión de montañas hasta el infinito y el alma se esponja mientras toma conciencia de la propia pequeñez. Verde, verde, inmensidad verde uniéndose a un cielo turquesa. Ni las fotos ni las palabras pueden hacer justicia a tanta maravilla.
Visitamos Murias, Robledo, Rao, Coro, Suarbol y Baloutas, unos pertenecen a León y otros ya a Galicia pero todos ellos tienen su iglesia y su campanario cortado por el mismo patrón -se debió forrar el arquitecto que los diseñó- sólo que en esta zona las construcciones son de granito. En Rao está la taberna Cabozo desde el año 34, donde entramos a tomar unos botellines. Vimos los colmenares, una construcción redonda, de pizarra, que según nos explicó nuestro guía particular -Jorge, otra vez Jorge- sirven para proteger las colmenas de los osos que, como es sabido, les encanta la miel. Los muros van en disminución para que las abejas entren por la parte baja y no pierdan el polen por el camino. Comimos en Baloutas, ya en el lado gallego, y después fuimos a Piornedo, donde está la mayor concentración de pallozas, pero la nuestra es más bonita.

Ignacio y Marisol se volvieron el sábado y nosotros nos fuimos a Las Médulas, por fin Las Médulas. Yo estaba pesadísima, lo reconozco, con ver estas extrañas minas de oro a cielo abierto, que sólo conocía por fotos y creo que por alguna película y me parecían un paisaje extraterrestre. Los romanos llegaron allí arrasando, reventaron la tierra a base de embalsar agua y soltarla a presión para extraer el oro. Fue un desastre ecológico por el que dos mil años más tarde podemos contemplar las llamaradas esculpidas en arcilla roja sobresaliendo de la alfombra verde de las copas de los árboles en una combinación sobrecogedora. 
Antes de comer las vimos desde abajo, recorriendo una ruta suave y de escasa dificultad, como corresponde a dos abueletes como nosotros. Volvimos al pueblo y al pasar por una casita, nos llamó desde el balcón una viejecita con voz muy queda, para ofrecernos miel de sus colmenas, castañas en almíbar y otras exquisiteces. Nos lo dijo muy bajito y mirando para los lados, como si nos estuviera ofreciendo costo. Yo le pregunté el porqué de tanto sigilo y me aclaró que era por la guardia civil, que no le dejaban vender, que querían que sólo ganaran los ricos pero los pobres no. Ante semejante discurso no pude por menos que comprarle un tarro de miel y otro de castañas. Después de comer subimos al mirador de Orellán para ver Las Médulas desde lo alto. Eran las cuatro y media de la tarde, hacía un sol de justicia y llevábamos en el cuerpo un caldo berciano -como el gallego pero a lo bestia- y un botillo. En estas condiciones caminamos seiscientos metros cuesta arriba, en silencio para no desfallecer y siguiendo a nuestra sombra. Y lo que vimos desde arriba compensó nuestros sudores. A un lado la infinita sucesión de montañas y valles verdes, húmedos y brillantes; al otro el incendio pétreo de Las Médulas aso
mando entre la espesura. No tengo palabras.

Antes de comer las vimos desde abajo, recorriendo una ruta suave y de escasa dificultad, como corresponde a dos abueletes como nosotros. Volvimos al pueblo y al pasar por una casita, nos llamó desde el balcón una viejecita con voz muy queda, para ofrecernos miel de sus colmenas, castañas en almíbar y otras exquisiteces. Nos lo dijo muy bajito y mirando para los lados, como si nos estuviera ofreciendo costo. Yo le pregunté el porqué de tanto sigilo y me aclaró que era por la guardia civil, que no le dejaban vender, que querían que sólo ganaran los ricos pero los pobres no. Ante semejante discurso no pude por menos que comprarle un tarro de miel y otro de castañas. Después de comer subimos al mirador de Orellán para ver Las Médulas desde lo alto. Eran las cuatro y media de la tarde, hacía un sol de justicia y llevábamos en el cuerpo un caldo berciano -como el gallego pero a lo bestia- y un botillo. En estas condiciones caminamos seiscientos metros cuesta arriba, en silencio para no desfallecer y siguiendo a nuestra sombra. Y lo que vimos desde arriba compensó nuestros sudores. A un lado la infinita sucesión de montañas y valles verdes, húmedos y brillantes; al otro el incendio pétreo de Las Médulas aso
Alguno de estos días, al llegar a la casa o mientras desayunaba las rebanadas de pan de hogaza con mermeladas caseras, he entrevisto en la tele no sé qué incidentes que han ocurrido en un extraño lugar llamado Cataluña y a una tal Mª Teresa Fernández de la Vega y un tal Rajoy diciendo cosas, pero lo he visto confusamente, como si se tratara de un lejano país que ni siquiera sitúo en el mapa, tal es mi conciencia política en este momento.
Y como broche final, el domingo a la hora de comer la naturaleza nos regaló una magnífica tormenta, mientras nos ventilábamos un revuelto de pimientos de El Bierzo con cecina, de pecado mortal. La miramos tras los cristales del comedor de Jorge y Ana. Un chupito de hierbas y, bueno, para qué más.
Y como broche final, el domingo a la hora de comer la naturaleza nos regaló una magnífica tormenta, mientras nos ventilábamos un revuelto de pimientos de El Bierzo con cecina, de pecado mortal. La miramos tras los cristales del comedor de Jorge y Ana. Un chupito de hierbas y, bueno, para qué más.