sábado, 29 de septiembre de 2007

CONVERSACIÓN EN LA MERCERÍA

Este año me está costando tomar contacto con la realidad después de las vacaciones. No compro el periódico y oigo la radio como ahora mismo estoy oyendo llover a mi espalda; el cambio climático no respeta las tradiciones y se ha saltado a la torera el veranillo de San Miguel, esos días dorados que nos traían el otoño dulcemente. Veo con desazón que a ZP le crecen los enanos por doquier y me da muchísima pereza meterme en harina electoral. Lo de Cataluña me parece, más que nada, una ordinariez que no se corresponde con el tradicional seny. Me considero republicana de corazón, sobre todo porque la monarquía es un lujo innecesario, caro como todos los lujos, y un anacronismo. Pero creo que es un debate inoportuno en este momento y eso de quemar fotos es un espectáculo que hiere la sensibilidad de la chica bien educada que llevo dentro. Ahora Ibarreche -o Ibarretxe o como coño se llame el menda ese- viene también a tocar las narices para cobrar un protagonismo que no consigue por solucionar problemas sino por crearlos. Y mientras tanto, el PP crecidito y dando por saco como es su obligación. El gobierno trata de encontrar la fórmula imposible de repartir la pasta entre todas las autonomías sin agravios comparativos y promete casas, dentistas y no sé qué más. La oposición también se quiere poner medallas y le obliga a ampliar el cheque-bebé en el caso de hijos discapacitados, familias numerosas y madres solteras. Este último supuesto desata la santa ira de la Conferencia Episcopal, que está más en la línea de las arrecogías de Santa María Egipciaca. La justicia ya se sabe que es independiente de la política, por eso las leyes son o no constitucionales dependiendo de quién domine en el Tribunal Constitucional. Así las cosas, conseguir que la ideología propia pueda sobreponerse al escepticismo es un verdadero triunfo. Y abundando en la teoría de que cada cual vive la vida que quiere vivir, una catalana desmitifica el 11-S, haciéndose pasar durante seis años por una superviviente, con un nombre yanqui y ejerciendo de guía de los visitantes de la zona cero. Yo me pasmo con la capacidad del personal para, como dice mi Sabina, meterse en el traje y la piel de todos los hombres que nunca serán. ¿cómo no se le habrá ocurrido escribir un libro?

Por otra parte, en el ámbito familiar y doméstico las cosas no están mucho mejor. El declive de mi madre continúa imparable. Su lucidez sigue intacta pero, quizá por eso, le embarga una tristeza negra y un negativismo contra el que es muy difícil luchar. En el otro extremo, los niños de Ana estupendos, pero comiéndose a su madre por los pies y yo viéndola agotada y, a veces, un poco desbordada. Palomita y sobre todo Marcos, celosos de Almudena y reclamando a su madre su parte de atención. Menos mal que Sara es una mujer templada que nunca pierde la perspectiva ni la cabeza. Yo trato de dividirme entre todos pero tocan a muy poco.

Para afrontar las vacas flacas del otoño, me he puesto a tejer jerseys a mis nietos, que es cosa barata, relajante y levemente marujil, a ser posible con un buen culebrón delante. Así que me fui a una mercería a comprar lanas. Las mercerías siempre han sido un lugar de convivencia muy enriquecedor donde las vecinas intercambian impresiones mientras eligen botones, hilos y cremalleras, tarea delicada que lleva su tiempo y no se debe hacer a tontas y a locas. Una quería comprar unas gomas para coser en unos zapatos que había comprado en un chino, con lo que la conversación derivó hacia las tiendas de chinos, a los chinos en general y, por extensión, a los gitanos y otras minorías étnicas.

-¿Por qué no los llevas al zapatero?
-Porque me va a salir más caro que los zapatos, me costaron diez euros en un chino.
-Si es que los chinos sólo venden mierda, mi marido no me deja comprar en los chinos.
-Pues hay gente que todo lo compra en los chinos; todo, la ropa, los zapatos, lo de limpieza...hasta la comida.
-Pues ya viste lo que pasó con la pasta de dientes, que tenía no sé qué cosa tóxica...y era como el Colgate. Bueno, y los juguetes, que esa es otra. Mierda, todo mierda.
-Un vecino mío se compró un destornillador y se le partió al apretar un tornillo, le costó tres euros y en la ferretería costaba dos.
-Si es que lo barato sale caro.
-Caro no, carísimo.
-¿Te has dado cuenta de que nunca vienen esquelas de chinos en el periódico? Yo nunca he visto una esquela de un chino; a mí eso me da que pensar.

- Ni esquelas ni entierros. No hay entierros de chinos.
-Pero ¿cómo va a haber esquelas si no son creyentes?
-Ah, claro, pero ¿y los entierros? ¿Por qué no hay entierros? Es curioso que no haya entierros de chinos. Yo me quedo pensando...

-
Yo creo que los ponen en chop suey en los restaurantes.
-¡Hija, qué asco! ¡Qué cosas dices!
-Pues mi marido no me deja ir a comer a los restaurantes chinos. Prefiere hasta un burguer.
-¿Y te has fijado que tampoco se ven chinos subnormales?. ¿Por qué no hay chinos subnormales?, eh, eh, dime por qué no hay chinos subnormales. Ni gitanos tampoco. ¡Qué curioso! ¿no?, tampoco hay gitanos subnormales.
- A saber...

Elegí una lana color granate y unas agujas del tres.

martes, 25 de septiembre de 2007

VEJEZ

Ayer, al salir del metro, iba yo, acelerada como siempre camino del trabajo, cuando mi pie derecho emprendió una carrera en pelo sin contar con el izquierdo ni con el resto del cuerpo, deslizándose sobre el pavimento como si tuviera puesto un patín. No me abrí en canal porque mi rodilla izquierda aterrizó en la acera a tiempo, pero me quedé absurdamente espatarrada en medio de la Castellana, como una bailarina entrada en años que quisiera recordar mejores tiempos. Al levantarme no podía casi andar y llegué al trabajo muy malamente, dolorida y caminando a pasitos cortos y lentos. Los servicios médicos del Ministerio lo consideraron accidente laboral, me sacaron una silla de ruedas y un coche oficial me llevó a la clínica de la aseguradora correspondiente, para que me hicieran una radiografía, porque la doctora opinaba que podía tener rota la cadera. Esto me deprimió horriblemente por lo que supone de entrada oficial en la tercera o cuarta edad, que una cadera rota es como un certificado de vejez. Pero no, todo se quedó en una distensión del abductor mayor, que es cosa mucho más glamurosa y como de futbolista del Real Madrid, y me han dado la baja hasta el próximo viernes. Así que estoy en casa ordenando papeles y tomando conciencia de mi nivel de gastos, algo que procuro evitar por aquello de que disgustos, los imprescindibles.

Quizá por el susto que me llevé, me ha dado por pensar en la vejez y en las supuestas ventajas que encierra, no sé, por irme haciendo a la idea. Y es que dicen que se alcanza una sabiduría enciclopédica y que la experiencia salva de cometer muchos errores. Pero tengo para mí que demasiada sabiduría es un lastre para la curiosidad y un caldo de cultivo para el miedo y que no es la experiencia lo que salva de nada sino la inapetencia.

También dicen que la verdadera juventud no está en el cuerpo sino en el espíritu, aunque, curiosamente, los que dicen eso no son los jóvenes. Son -somos- los que nos resistimos a aceptar que envejecemos porque nuestro espíritu no va al mismo ritmo que nuestro cuerpo y todavía nos creemos que podemos sacar petróleo a la vida. En algún sitio he leído que la edad madura es aquella en la cual se es todavía joven, pero con mucho más esfuerzo y también he leído que envejecer es pasar de la pasión a la compasión, supongo que a la compasión por uno mismo, lo que en ocasiones se traduce en indiferencia por todo lo demás. Y es que cuando el cuerpo no responde difícilmente se le pueden pedir peras al olmo del espíritu.

A pesar de las escasas ventajas y los muchos inconvenientes que conlleva la vejez, es raro encontrar a alguien que no quiera llegar a viejo y más raro todavía es encontrar a alguien que reconozca que ya ha llegado. El abuelo de una amiga mía, que enviudó nonagenario, cuando murió su mujer proclamó que su vida se había partido por la mitad. ¡¿...?! Es una cosa muy rara que todo el mundo quiera cumplir años pero nadie quiera tenerlos.

Yo, para ser sincera, no es que tenga prisa por dejar de fumar, pero realmente no espero grandes cosas de lo que me queda de aquí en adelante, si acaso que otra vez que me caiga se me rompa la cadera de verdad o que mi cerebro se pierda en los laberintos de la memoria, o que...yo qué sé. Es cierto que, de momento, todavía le saco el jugo a la vida pero creo que voy a seguir fumando, aparte de porque me gusta, para que esto no se prolongue más de la cuenta.

jueves, 20 de septiembre de 2007

LOS DOS PÁJAROS

Creo que he ido a todos los conciertos que ha dado Sabina en Madrid desde que alcanza mi memoria; de Serrat he ido a dos o tres y siempre he salido encantada de ambos, cada uno por separado, cada uno en su estilo. Pero los dos juntos encima de un escenario son difícilmente combinables. Serrat no puede evitar ser un buen chico, no le pega nada ir de golfo. En estas condiciones, no debería juntarse con un golfo profesional como Sabina que ha elevado el golferío a categoría de arte, de bella arte; porque queda como un adolescente que quiere hacerse el mayor y dice tacos cuando no viene a cuento. Serrat forma parte de nuestra vida y le queremos como es: un buen chico, un referente ético, ese gran amigo que nunca falla. Y Sabina en cambio es el adivino de nuestras más secretas ensoñaciones, esas que a muchos, en algún momento, nos han convertido en la pareja protagonista de Peor para el sol. Serrat no puede cantar cosas como yo no quiero un amor civilizado porque, por mucho que se esfuerce, seguirá siendo la imagen misma de la civilización, ni el Flaco puede cantar tu nombre me sabe a hierba, porque no se lo cree, lo suyo es mucho más carnal; él tiene muy claro que a hierba, hierba, lo que se dice a hierba, no sabe tu nombre sino tu boca. Y a veces, a hierba de la de fumar.

No sé en otros lugares de la gira, pero aquí en Madrid había un anfitrión y un invitado y se ha notado mucho quién era cada cual. Un invitado de lujo, pero invitado al fin. Y un anfitrión generoso que regaló a su primo El Nano algunas de sus mejores perlas, como Contigo o A la orilla de la chimenea. Joaquín en el escenario estaba en su casa, aunque la acústica del Palacio de Deportes es horrorosa. Pero le da lo mismo, no le hace falta porque sus canciones las cantamos todos, las coreamos y él siempre nos toma la lección. Ya he dicho alguna vez que a los conciertos de Sabina no se va a oírle cantar, se va a despendolarse y a que nos despeine el vientecillo de la libertad. Serrat es otra cosa mucho más formal; hay que escucharle en silencio y, algunas canciones, con los ojos un poco entornados, dejando que tiemblen nuestros recuerdos al mismo tiempo que a él le tiembla el corazón en la garganta. A Sabina le amo porque me destripa el alma, me deja el corazón en los huesos y siempre tiene un verso que me encaja y le odio porque el muy cabrón ha escrito todo lo que quisiera haber escrito yo. A Serrat le escucho con la misma lejanía placentera con que puedo escuchar, no sé, a Pavarotti, porque yo, mal que me pese, no nací en el Mediterráneo y tampoco me llamo Penélope ni Lucía; con lo que sí me identifico es con lo de esos locos bajitos, ahora que los tengo tan cerca. Pero va para muy largo que aprendí que las palabras de amor, sencillas y tiernas, siempre esconden más de cien mentiras aunque, eso sí, valen la pena. Quizá por eso, ya no me creo lo de que hoy -ni tampoco mañana- puede ser un gran día. Sin embargo, parece mentira pero aún andan por ahí, si no más de cien, sí unos cuantos pares de pupilas donde verme viva.

Joaquín se paseaba por el escenario como por el pasillo de su casa, estaba en su casa. Joan Manuel era ese amigo íntimo que, aunque se le dé toda la confianza, casi no se atreve a abrir la nevera.

La primera hora, francamente, me aburrí. Se me pasó pensando que el tiempo corría y no nos metíamos en harina.

Luego la cosa se fue arreglando, sobre todo en los tres cuartos de hora de bises. Porque nos dieron las diez y las once, las doce, la una y hasta la una y cuarto. Estábamos en la penúltima fila, así que subimos una más y nos fuimos al gallinero a pisar el acelerador y a bailar con el pirata cojo. Por cierto, a Serrat se le despegaba bastante la casaca de corsario.

Verlos juntos tiene la emoción de ver nuestra historia hecha música. Y sí, es una ocasión histórica porque será única. Eso espero. Los experimentos, mire usté, con gaseosa.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

UNA VEZ MÁS

Una vez más, y ya son quince, ha llegado tu aniversario. Dirás que qué más da, que sólo es una fecha, un día como otro. Y seguramente tienes razón. Me he levantado temprano, como siempre; he desayunado medio dormida y, también como siempre, se me ha echado el tiempo encima; no sé lo que hago pero al final todos los días, por mucho que madrugue, acabo deprisa y corriendo, pintándome en el coche. Y es que la vida es implacable, no se detiene nunca; no se detuvo aquel maldito día, continuó su curso como si no pasara nada. No me concedió un año sabático para dedicarme a llorar a gusto y a deleitarme con tu recuerdo. Tuve que seguir viviendo, madrugando, trabajando, pasando apuros, improvisando soluciones sobre la marcha, mientras tu última imagen, que se había clavado como una foto fija en mi retina, se alejaba de mí y poco a poco te volvía a recuperar vivo. Vivo y feliz.

Y sí, han pasado muchas cosas desde entonces y no todas buenas. ¿Sabes? muchas veces he pensado que tuviste suerte. Te fuiste cuando la vida todavía era un amanecer esplendoroso, no conociste el lado oscuro. Tu no sabías nada de lo que pasaba, de mis angustias, de mis frustraciones, del sueño roto. Tú te limitabas a llenar la casa de luz y, sin saberlo, a hacerme olvidar -al menos a ratos- los problemas. Es verdad que no has conocido a tus sobrinos, que no te has enamorado como tus amigos, que no aprobaste la selectividad, que no has hecho el viaje de paso del ecuador ni el de fin de carrera, que no te sacaste el carnet de conducir, que no fuiste en moto...que no te independizaste...que no....Pero míralo por el lado bueno: tampoco te has enterado de nada de lo que vino después, ni te has comido los marrones que se han tenido que comer tus hermanos. Y te aseguro que han sido finos.

A mí no me conocerías. Ya no soy la que era, aquella madre joven que se comía el mundo y podía con todo. Ahora ya no me como nada, porque además, si como más de la cuenta engordo. Estoy cansada, resignada, llena de miedos. Ya no corro riesgos, ya no me ilusiono, ya sé que la felicidad no existe, me conformo con un pasar discreto, instalada en el escepticismo. Y papá, ni te cuento.

Al principio iba a Sigüenza todos los meses, el día diecinueve, a llevarte flores. La abuela venía siempre conmigo. Íbamos con sol y con nieve, con las carreteras llenas de hielo o con un calor de justicia y sin aire acondicionado. Me acuerdo de subir por el puerto con una lluvia racheada y un vendaval que se llevaba el coche; y otros días con una niebla que no dejaba ver ni los faros de un camión que iba a dos metros, sólo para dejar unas flores junto a tu nombre, que se nos quedaban las manos heladas colocándolas en un macetero. Cuando salíamos de allí ya estaban lacias por la lluvia o quemadas por el sol. Ahora ya no voy tanto. Voy en tu cumpleaños y en Reyes y el día de Santiago; a veces no puedo y me digo a mí misma que da lo mismo un día o dos más tarde. Antes siempre podía, aunque no pudiera.

Ahora la abuela no viene conmigo, porque esa es otra, no sabes cómo está la abuela, ni siquiera sube la cuesta cuando está en Sigüenza; me da dinero y me dice cómprale a Jaime flores de mi parte. ¡La de veces que se ha quedado contigo cuando estabas en el hospital y yo me tenía que ir a trabajar! Leyéndote cuentos, haciendo recortables, jugando a las cartas, dibujando trenes; que hasta tenía yo celos de lo que la querías. Ella tampoco es la misma, no sabes lo triste que es la vejez; ahora lleva un bastón y le duele todo el cuerpo. Y muchas veces está mustia y de mal humor; se enfada conmigo y con las tías y yo siempre tengo mala conciencia.

Esta mañana, mirándome en el espejo, me han acometido unos sollozos roncos, antiguos, secos, fosilizados en algún lugar de la memoria. Luego, por fin, se han hecho líquidos y se han mezclado con el agua de la ducha que me caía sobre la cara. Lloraba por tí, pero también por mí, por papá, por la abuela, por todo lo que se ha quedado por ahí perdido en estos quince años. Sí, mi niño, a veces creo que has tenido suerte.

Hoy voy a ir cuando salga de trabajar. Fíjate si será un día normal que esta noche es el concierto de Sabina y Serrat -ya sabes lo que me gustan- y tengo la entrada desde hace tres o cuatro meses, aunque me dí cuenta de que era el día diecinueve de septiembre; y es que esto es así, pura contradicción. Pero antes iré a Sigüenza; sola, sin la abuela. Porque no es un día normal.

martes, 18 de septiembre de 2007

EL VALLE DE ANCARES

Es tanto el material, gráfico y emocional, acumulado en este viaje que no sé cómo va a salir el post; no sé si voy a ser capaz de ordenar las imágenes, las sensaciones, los silencios, de manera que podáis haceros una idea, siquiera sea aproximada, de lo que he visto y sentido.

Pereda de Ancares es un pueblecito en el centro del Valle, dónde llegamos Arturo y yo gracias a quién sabe qué afortunada conjunción de los astros. No teníamos ni idea de su existencia y buscamos en internet alguna casa rural por la zona; caímos en el Centro de Turismo Rural "Valle de Ancares" como podíamos haber caído en cualquier otro sitio de los muchos que hay por allí. Pero como digo, la suerte estaba de nuestra parte. El establecimiento está atendido por una pareja simpatiquísima, enamorada de su tierra, que enseguida consiguieron que nos sientiéramos en casa. Jorge es el mejor cicerone que podíamos haber encontrado; no cree en las máquinas, así que nos aconsejó que apagáramos el G.P.S. y siguiéramos sus indicaciones para los paseos y las excursiones. Y, efectivamente, eran tan detalladas, tan minuciosas que se perdía todo el suspense; sólo le faltaba llevarnos de la manita a cada rincón, a cada árbol, a cada cascada, a cada pueblito. Y Ana, es una sonrisa andante enmarcada por el paréntesis facial de los dos hoyuelos de sus mejillas, un derroche de alegría y buen humor. Además es una cocinera realmente exquisita que ha colaborado con entusiasmo a los tres o cuatro kilos que me he calzado en estos días, no me quiero ni pesar.

El pueblo es un laberinto silencioso formado por las típicas construcciones de allí, casas hechas de piedras planas y tejados de pizarra, sobre las que sobresale entre los árboles el campanario de la iglesia. Huele a campo y a madera y a vida en estado puro. En Pereda se mantiene una de la
s pocas pallozas que quedan en la comarca y la más bonita y mejor conservada, por dentro y por fuera, de las que hemos visto. Tuvimos la suerte de encontrar a Octavio, su actual propietario, que nos enseñó el interior. Nos explicó cómo vivían en ellas, conviviendo con los animales dentro de la vivienda, hasta hace poco más de cincuenta años; su abuela todavía vivió en la palloza, por supuesto sin las más elementales comodidades, como el agua corriente o la luz eléctrica, que ahora se nos antojan imprescindibles. Ya lo sospechaba, pero me he convencido de la cantidad de cosas superfluas que disfrutamos o que padecemos, no sé. De la esclavitud que supone la sociedad de consumo donde estamos inmersos.
El castaño es el rey indiscutible del Valle de Ancares en general y de Pereda en particular y la base de su economía. Por todo el campo pr
oliferan magníficos ejemplares de apabullante belleza, plagados de los dorados erizos que, en poco más de un mes, dejarán caer al suelo su brillante tesoro, para que las "apañen" sobre todo las mujeres mayores del lugar. Mujeres septuagenarias dobladas por la cintura en ángulo recto, las recogen con las manos, una a una, llenando canasto tras canasto. Nos dijo Ana que su madre había recogido el año pasado, mil quinientos kilos ella solita. Son gentes que no dan valor al trabajo y, en cambio, dan mucho al dinero pues saben muy bien lo que cuesta ganarlo; y prefieren sacar a las castañas sesenta euros más, que pagar a alguien que las recoja. Y es curioso el reparto de la propiedad; se da el caso de que un terreno tenga un propietario y los castaños que están en él sean de otro; e incluso el mismo castaño puede ser de más de un dueño, que se reparten su fruto amigablemente por canastos llenos. En Villasumil, un pueblito a tres o cuatro kilómetros de Pereda está el ejemplar más viejo de la zona y puede que de España, un castaño milenario, inmenso y majestuoso en su vejez, con el tronco hueco; cuenta Jorge que en una ocasión se metieron dentro veintitantas personas. Todo esto lo escribo sin orden ni concierto, según me van saliendo las ideas y las imágenes, sin ninguna cronología. Llegamos después de comer y esa tarde nos limitamos a dar un paseo por el pueblo y por los campos de alrededor, cogiendo moras, que es cosa con gran poder de evocación. Las más gordas y más negras estaban entre ortigas, como debe ser y, naturalmente, me ortigué el brazo y acabamos con los dedos, los dientes y las comisuras de los labios morados como en Sigüenza, cuando entonces. Ya he dicho que Pereda está en lo profundo de un valle, con lo que para salir de allí, si no se dispone de un helicóptero, hay que subir uno de los dos puertos que la rodean. Al noroeste el que va a Galicia, que alcanza mil seiscientos metros de altitud y al noreste otro un poco más bajo pero que llega a los mil cuarenta y ocho metros en cinco kilómetros y otros cinco de bajada. Por éste habíamos llegado y por él salimos para ir a cenar a casa Dolores en Lillo, que nos habían recomendado en el bar de Candín. Ni que decir tiene que las vistas desde arriba son impresionantes y uno se queda sobrecogido al mismo tiempo que se siente el amo del mundo. A la vuelta, yo venía bastante cansada del viaje y de haber pasado el puerto dos veces arriba y abajo, pero todavía no había acabado el día. A las doce y media de la noche pasábamos por Sorbeira, ya sólo nos faltaban unos tres o cuatro kilómetros llanos para llegar a la casa, cuando vimos un fuego relativamente alto en la cuneta; frenamos en seco y dimos la vuelta; las llamas crecían deprisa y no teníamos agua ni nada con qué apagarlas. Llamamos al 112 y nos dijeron que ya estaban avisados y que iban para allá. Pero mientras tanto nos pusimos a tratar de sofocarlas dándoles zurriagazos con unos plásticos grandes que encontramos en el maletero, como si fuéramos los héroes del monte. Y la verdad es que conseguimos casi extinguirlas, pero quedaban rescoldos desperdigados aquí y allá y Arturo no quería dejarlo así ni harto de vino. De manera que allí nos quedamos hasta que llegó un Land Rover de la Junta con un tipo muy tranquilo que no llevaba ni una manguera. Nos dijo anden con Dios y no nos puso una medalla ni nada.
Dormí como un leño y me levanté a estrenar. Después de un desayuno que resucitaba a un muerto nos fuimos a hacer una ruta andando que, como siempre, nos indicaron Jorge y Ana, con un planito casero que nos llevó hasta la Fonte Fumeixín, una cascada preciosa de aguas ferruginosas que manchan la piedra de hierro. Es una subidita de cuatrocientos metros, que no es mucho, aunque es un huevo para dos personas de la edad provecta que gastamos y poco entrenadas. Pero hacía un día delicioso y el paisaje del camino era un no parar de hacer fotos, porque cualquier rincón era un regalo. Algunos árboles secos entre la espesura nos recordaban, como a los emperadores romanos, que éramos mortales. Y la fuente mereció la pena.

Al mediodía llegaron Ignacio y Marisol, después de perderse entre los valles, por hacer caso a las máquinas. Ana, sin ninguna piedad por nuestras siluetas, nos dió de comer unos puerros al horno con salsa de queso de cabra y cecina que quitaban el sentío y un churrasco espectacular. De postre, delicias de El Bierzo con helado de limón, de muerte. Por la tarde, paseíto por el pueblo y visita a la palloza. Entonces fue cuando la vimos por dentro. Por el camino, las mujeres octogenarias dobladas por la mitad "apañaban" patatas con la azada.
Al día siguiente, visita a Villafranca del Bierzo, que dice Jorge que la llaman la pequeña Santiago, por sus monumentos. Es una ciudad tranquila y agradable, que transmite sosiego. Está en el Camino de Santiago y continuamente la transitan los peregrinos con sus enormes mochilas a la espalda.
Comimos en Cacabelos, en Casa Gato, cosas de régimen como callos con garbanzos, fabada, guisantes con congrio y otras delicadezas. Cacabelos no tiene mucho que ver, pero Jorge nos informó de que es una ciudad en auge; tiene alguna buena casa solariega, eso sí, entre otras modernas horrorosas y construidas sin ningún cuidado con el entorno. Hay una bonita calle llena de flores en los balcones.

La excursión por los pueblitos del puerto noroeste fue casi lo mejor del viaje. Como siempre, Jorge nos había preparado un recorrido perfecto para ver la zona; llegamos a lo más alto del puerto, donde la vista recorre el verde de los valles y la sucesión de montañas hasta el infinito y el alma se esponja mientras toma conciencia de la propia pequeñez. Verde, verde, inmensidad verde uniéndose a un cielo turquesa. Ni las fotos ni las palabras pueden hacer justicia a tanta maravilla.

Visitamos Murias, Robledo, Rao, Coro, Suarbol y Baloutas, unos pertenecen a León y otros ya a Galicia pero todos ellos tienen su iglesia y su campanario cortado por el mismo patrón -se debió forrar el arquitecto que los diseñó- sólo que en esta zona las construcciones son de granito. En Rao está la taberna Cabozo desde el año 34, donde entramos a tomar unos botellines. Vimos los colmenares, una construcción redonda, de pizarra, que según nos explicó nuestro guía particular -Jorge, otra vez Jorge- sirven para proteger las colmenas de los osos que, como es sabido, les encanta la miel. Los muros van en disminución para que las abejas entren por la parte baja y no pierdan el polen por el camino. Comimos en Baloutas, ya en el lado gallego, y después fuimos a Piornedo, donde está la mayor concentración de pallozas, pero la nuestra es más bonita.De vuelta paramos en un bosque de robles para ver uno, excepcionalmente ancho, que está catalogado. Naturalmente lo encontramos sin dudar. El roble es impresionante, pero en este caso los árboles sí dejaban ver el bosque y el bosque empezaba a amarillear despacio, en una promesa de otoño. Entre los sonidos escondidos entre los árboles parecía que de un momento a otro nos íbamos a encontrar a la Santa Compaña
.
Ignacio y Marisol se volvieron el sábado y nosotros nos fuimos a Las Médulas, por fin Las Médulas. Yo estaba pesadísima, lo reconozco, con ver estas extrañas minas de oro a cielo abierto, que sólo conocía por fotos y creo que por alguna película y me parecían un paisaje extraterrestre. Los romanos llegaron allí arrasando, reventaron la tierra a base de embalsar agua y soltarla a presión para extraer el oro. Fue un desastre ecológico por el que dos mil años más tarde podemos contemplar las llamaradas esculpidas en arcilla roja sobresaliendo de la alfombra verde de las copas de los árboles en una combinación sobrecogedora.
Antes de comer las vimos desde abajo, recorriendo una ruta suave y de escasa dificultad, como corresponde a dos abueletes como nosotros. Volvimos al pueblo y al pasar por una casita, nos llamó desde el balcón una viejecita con voz muy queda, para ofrecernos miel de sus colmenas, castañas en almíbar y otras exquisiteces. Nos lo dijo muy bajito y mirando para los lados, como si nos estuviera ofreciendo costo. Yo le pregunté el porqué de tanto sigilo y me aclaró que era por la guardia civil, que no le dejaban vender, que querían que sólo ganaran los ricos pero los pobres no. Ante semejante discurso no pude por menos que comprarle un tarro de miel y otro de castañas. Después de comer subimos al mirador de Orellán para ver Las Médulas desde lo alto. Eran las cuatro y media de la tarde, hacía un sol de justicia y llevábamos en el cuerpo un caldo berciano -como el gallego pero a lo bestia- y un botillo. En estas condiciones caminamos seiscientos metros cuesta arriba, en silencio para no desfallecer y siguiendo a nuestra sombra. Y lo que vimos desde arriba compensó nuestros sudores. A un lado la infinita sucesión de montañas y valles verdes, húmedos y brillantes; al otro el incendio pétreo de Las Médulas aso
mando entre la espesura. No tengo palabras.


Alguno de estos días, al llegar a la casa o mientras desayunaba las rebanadas de pan de hogaza con mermeladas caseras, he entrevisto en la tele no sé qué incidentes que han ocurrido en un extraño lugar llamado Cataluña y a una tal Mª Teresa Fernández de la Vega y un tal Rajoy diciendo cosas, pero lo he visto confusamente, como si se tratara de un lejano país que ni siquiera sitúo en el mapa, tal es mi conciencia política en este momento.

Y como broche final, el domingo a la hora de comer la naturaleza nos regaló una magnífica tormenta, mientras nos ventilábamos un revuelto de pimientos de El Bierzo con cecina, de pecado mortal. La miramos tras los cristales del comedor de Jorge y Ana. Un chupito de hierbas y, bueno, para qué más.

viernes, 7 de septiembre de 2007

RELACIONES INHUMANAS

Hoy he visto una película deliciosa, cine en la mejor tradición francesa, de modesto presupuesto pero que habla de seres humanos, de personas de verdad. Una película elegante, que hace pensar, hace reír y cuyos únicos efectos especiales son el buen gusto, la inteligencia y el sentido del humor. Mi mejor amigo, de Patrice Leconte, no os la perdáis. No os la voy a destripar como hice el otro día con la de Medem, porque ésta hay que verla. Sólo deciros que después me he quedado pensando en lo mal que nos relacionamos algunas veces, sobre todo en ambientes como el del trabajo, por ejemplo, donde nos podemos pasar ocho horas al día, siete días a la semana, año tras año con la misma persona sentada en la mesa de al lado sin saber nada de ella, aparte de si está soltera, casada, viuda o divorciada; adivinamos apenas su edad, sabemos más o menos el barrio en el que vive y si tiene o no tiene hijos. Intuimos sus ideas políticas o su planteamiento de vida por datos tan científicos como su manera de vestir, el periódico que lee o sus gustos musicales, según vaya a los conciertos de Sabina o a los de Luis Miguel. Pero no tenemos ni idea -y lo peor es que tampoco nos importa- de sus soledades, de sus angustias, de por qué esta mañana le llegan las ojeras a las rodillas y está de tan mal humor.

Tengo la impresión de que con demasiada frecuencia nos pasamos de discretos y tendemos a confundir la discreción con la indiferencia. Eso tan elegante de yonomequierometerenlavidadenadie, cuando a lo mejor a ese alguien le vendría muy bien que le preguntáramos por qué tiene tan mala cara. O le diéramos la oportunidad de contarlo empezando por hablar nosotros, que a lo mejor tampoco nos viene mal. Al fin y al cabo, todo está inventado y probablemente nos reconozcamos en el otro más de lo que creemos.

Y bueno, con estas filosofías de tres al cuarto me despido hasta dentro de diez días, más o menos. Porque mañana me voy a recluir con esos dos monstruos de ahí abajo hasta el domingo por la tarde y, si salgo con vida, el martes, señores y señoras, me vuelvo a ir de vacaciones, ahora sin familia. A la vuelta os lo cuento.

jueves, 6 de septiembre de 2007

ME VAIS A PERDONAR...

...pero ¿qué puedo hacer?

domingo, 2 de septiembre de 2007

DEL AMOR Y OTRAS MISERIAS

Hoy le voy a robar el tema a Aguamarga, pero con premeditación y alevosía, no de forma casual como otras veces. Porque quería abordar un asunto tan amplio y tan difuso como el del amor y no sabía cómo meterle mano. Ella me ha dado pie para mirarlo desde la soledad.

Si yo fuera capaz de despojar de emociones a la soledad puede que añadiera una larga lista de ventajas a las que ella nos sugiere, bien es verdad que no se las cree. Podría resumirlas diciendo que, en soledad, una es la reina y señora de su tiempo y de su espacio y los administra a su antojo. Podría decir que no hay que poner cara de nada y se puede llorar sin responder preguntas. Y sí, una puede llegar a la hora que quiera, lo malo es que a menudo no sabe a dónde llega ni de dónde viene. Una puede llegar a cualquier hora al mismo lugar de donde ha salido huyendo. Porque muchas veces una huye de sí misma.

Y es que el amor -esa clase de amor- es esa extraña enfermedad que hace que una no quiera nunca estar en ningún sitio distinto de sus ojos. Es esa enajenación mental que consigue que la libertad y la autonomía personal se conviertan en palabras vacías y mi espacio sin tí sea un lugar inhóspito. Es cuando al verbo querer no le acompañan adornos gramaticales, ni de cantidad ni de modo, porque guarda todos en sí mismo. En la redondez de dos palabras: te quiero.

Es esa extraña enfermedad que duele y acaricia; que abre los poros del alma y descubre la belleza que antes no vimos, aunque estaba ahí al lado; que convierte el corazón en una esponja que se empapa de emociones y las derrama a su alrededor. Y es esa extraña enfermedad que, afortunadamente, no tiene tratamiento ni atiende a razones. Que se rige por misteriosos estímulos que no tienen nada que ver con la lógica y a veces ataca a pesar de la lógica. Y lo mejor es asumirlo y no luchar contra él, porque puede ocurrir lo que nos canta por fandangos, con la voz quebrada, Enrique Morente:

Aaay, hasiendo por olvidarte
yo me creí que adelantaría...
cuando pasaron tres días
como un loco salí a buscarte
porque ni el sueño cogía.


Es mejor rendirse y dejarse llevar; permitir que el cuerpo y el alma se llenen de música, como si tuviéramos dentro el clarinete de Acker Bilk, y gozar de esa dolencia dulce y malsana que nos hace decir tonterías, justificar lo injustificable, cerrar la puerta a la realidad y no estar para nadie sensato.

Es una enfermedad que a veces se cura sola y a veces no; y en algunos casos, cuando ataca muy fuerte, tiene propiedades de vacuna y deja al enfermo inmune a un nuevo virus, sin posibilidad de volver a contraerla y perdido en una vida mediocre, sombría y gris en la que vuelven a importar la política, el trabajo, el dinero, en fin, las cosas saludables.

Pero al que la ha sufrido le quedan secuelas para siempre. Cuando menos lo espera, cualquier recuerdo le vuelve a llenar el cuerpo de música; entonces entorna los ojos y se le ilumina la cara con una sonrisa idiota. Estas secuelas engañan a la soledad un rato. Sólo un rato, pero algo es algo.