lunes, 16 de mayo de 2011

SARAMAGO

Mañana es la única utopía
 
Frecuentemente me preguntan que cuántos años tengo...
¡Qué importa eso!.
Tengo la edad que quiero y siento.
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso, o lo desconocido.
Tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!.
No quiero pensar en ello.
Unos dicen que ya soy viejo y otros que estoy en el apogeo.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice, sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso, para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: Eres muy joven, no lo lograrás.
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma, pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos, y las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor, a veces es una loca llamarada, ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
Y otras en un remanso de paz, como el atardecer en la playa.
¿Qué cuántos años tengo? No necesito con un número marcar, pues mis anhelos alcanzados, mis triunfos obtenidos, las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones rotas... valen mucho más que eso.
¡Qué importa si cumplo veinte, cuarenta, o sesenta!.
Lo que importa es la edad que siento.
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos.
¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa!.
Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento.
 
José Saramago <http://cuaderno.josesaramago.org/>
Premio Nobel Literatura 1998.

lunes, 9 de mayo de 2011

AURORA BOREAL

Si yo creyera en Dios
creo que le diría cuatro cosas:
que me explicara
para qué sirve tanto sufrimiento
a qué fondo siniestro va a parar el dolor
o quién saca provecho de las penas.

Por qué de pronto un día
-puede ocurrir incluso en primavera-
se presenta la muerte
-irremediable y cruel-
en un hogar normal de buena gente
cuando ya les tocaba ser felices,
porque se lo han ganado por derecho.

Mil años de batalla, de hipotecas,
de los fines de mes a día quince,
de inventarse la vida sin desmayo,
de superar unidos la desgracia
sin perder nunca pie ni deslumbrarse
por ningún espejismo que engañara
el tedio asolador de la rutina
-que hasta el amor  a veces se hace largo-

Y cuando llega el tiempo de dejarse las canas,
de acunar a los nietos y de maleducarlos,
de gastar las reservas al sol de medianoche,
despertar con la aurora boreal
y marcarse un tangazo por la Boca
anudando sus cuerpos,
la parca les espera agazapada,
traicionera, escondida tras los prunos;
para disimular se ha vestido de novia.

Si yo creyera en Dios
-no sé por qué lo escribo con mayúscula-
juro que le diría cuatro cosas.