domingo, 19 de julio de 2009

OSTRAS, PEDRÍN

Ayer la ría parecía recién pintada, con todos sus contornos perfilados y los colores brillantes. El día, para despedirnos, amaneció con sus mejores galas: claro, calentito y sin apenas viento; una delicia, que digo yo que ya se podía haber vestido así hace nueve días, en lugar de los cielos encapotados, la lluvia y el viento helador con que nos recibió. Pero ya se sabe que Galica es lo que tiene, entre sus muchos atractivos.

A mí, que soy de tierra adentro, me gusta el mar, claro, pero sobre todo me gusta tirarme en esas playas tranquilas, con poca gente y una arena blanca que no abrasa los pies como en el sur y dejarme acariciar sin ensañamiento por ese sol pacífico y amigable. Pues de eso, poquito he tenido, apenas conseguí arañar cuatro horas en total, repartidas a lo largo de
las vacaciones.

Sin embargo he disfrutado de otros lugares, como las Fragas del Eume, un Parque Natural que, por lo visto, es el mayor bosque atlántico de Europa y a dónde Rosario y Fernando tuvieron la feliz idea de llevarnos. Es un paraje jugoso y exuberante donde los sentidos se inflaman de humedades: el sonido del río Eume, bravo y agitado; el espectáculo de sus gargantas y cascadas y el frescor que derraman los robledales, de un verde mojado y reluciente. Además allí se combinan la naturaleza y el arte, pues el parque está salpicado aquí y allá de monasterios, castillos y puentes. En nuestra ruta estaba el Monasterio de Caaveiro, que no lo vimos porque se nos iba el autobús. Sólo Fernando se dió una carrera en pelo monte arriba para dejar aquí testimonio gráfico, que es que hay que ver este chico.

Un paseo bajo la lluvia por Puentedeume, que es un pueblo marinero muy bien presentado, distinto a todos los de las Rías Bajas. Elegantes calles con miradores, parques y edificios notables, vestigios de antiguas familias nobles de la zona, como la Torre de Andrade. Y eso sí, unos percebes y un pulpo en La Coruña que quitaban las penas y unas copitas mirando al mar en casa de Rosario -dicho sea de paso ¡qué casa tiene la jodía!- de charleta para rematar la excursión. Rosario es mi amiga del alma, sin que ninguna de mis hipotéticas o reales lectoras se sienta ofendida. Una amistad que reúne la antigüedad, las vivencias comunes y las muchas afinidades actuales, lo que no quiere decir que seamos idénticas ni siquiera parecidas; nos vemos muy poco -todavía no hay AVE entre Madrid y La Coruña, veremos si Pepiño- pero cada vez que nos encontramos retomamos con la misma facilidad que si lleváramos toda la vida juntas. Y es que a lo mejor llevamos toda la vida juntas, a pesar de la distancia.

Playa, lo que se dice playa, ya digo, poca; pero algún ratillo si que he sacado en una pequeñita y resguardada de los vientos. Me pasaba el rato cámara en ristre persiguiendo a las gaviotas en vuelo, pero no había forma de sacarlas una maldita foto.
En estas estaba cuando -ostras, Pedrín- pillé otra especie más exótica, tumbado unos metros a mi izquierda, todo él en reposo que es que daba gloria verle. Agotado debía estar el chico porque me dió todas las facilidades, vamos que posó como un profesional. Al rato llegó un tío a interrumpirle el sueño, muy interesado en si estaba de vacaciones o simplemente en el paro. Igual le quería ofrecer algo en la construcción o de estibador en el puerto de Vigo, tampoco hay por qué pensar mal; pero a mí me da que fue un amor a primera vista. En Arcade nos pusimos hasta ahí mismo de ostras de las otras, sin Pedrín ni nada, regadas con un Ribeiro frío muy rico.

El día que amaneció lloviendo, obviamente a Santiago, que es lo suyo.


Qué voy a decir de Santiago que no sepa todo el mundo. Por muchas veces que lo hayamos visitado siempre impresiona y una se siente una mínima cucaracha en la plaza del Obradoiro. De manera que no me extiendo para no caer demasiado en el tópico, sólo que hice fotos sin parar como una perfecta guiri.

Capítulo aparte merecen las dos visitas a Vigo, cruzando la ría desde Cangas en el ferry, para ver a Jose y Marga. Jose también es un amigo antiguo, de cuando entonces, con la diferencia de que en aquellos tiempos del paleolítico era muy difícil ser amiga de los chicos. Los chicos eran unos seres que estaban ahí para ligar o para defenderse de sus aviesas intenciones, según la educación de la época, con lo que creo que todos nos perdimos un enriquecimiento mutuo. Hoy somos muy viejos y podemos decirnos tranquilamente que nos queremos y que quizá nos hemos querido toda la vida. Yo con Jose tengo la sensación, después de tantos años, de haber recuperado a una persona formidable que no estoy dispuesta a volver a perder. Ni a él y ni a Marga, por supuesto, que es una mujer como la copa de un pino y que seguramente nunca la habría conocido si no estuviera casada con Jose. Fueron dos días deliciosos, de muchas risas y de muchas emociones y en los que tengo para mí que hemos apretado lazos. Al volver a Cangas en el barquito, mirando la espuma que iba dejando por popa, no sé por qué me acordé mucho de Jaime; él nunca fue en barco pero me parecía oirle dando alaridos de júbilo -¡cómo mola, mamá!-lo que hubiera disfrutado.

Una de estas noches, tomando unas copas en un bar de Cangas, hablábamos Fernando y yo de los hijos, cuando la chica del otro lado de la barra intervino en la conversación: -qué cosa más bonita acaba usted de decir; de ahí empezó a contarnos cosas de su infancia, de que había nacido en Brasil, que sus padres estaban separados, que de su madre no sabía nada pero que echaba mucho de menos a su padre que trabaja en una cafetería de Aluche. Ahora tengo en el monedero un papelito que nos comprometimos a llevarle en mano; no lo reproduzco aquí porque me parece una violación de la intimidad de esa chica que, sin comerlo ni beberlo -bueno, bebiéndolo sí- confió en nosotros y nos hizo partícipes de su soledad y su añoranza. De manera que por mis muertos que vamos a ir a Aluche a buscar a un camarero concreto y entregarle un papelito de su hija.

De vuelta a Madrid entramos a Zamora, que ni Fernando ni yo la conocíamos. Zamora queda un poco a trasmano y hay que hacer un acto de voluntad para ir a verla. Pero mereció la pena. Hacía un calor de justicia a la hora de comer y el sol castellano caía sin piedad sobre el casco viejo. Quizá por eso las calles estaban casi desiertas y pudimos pasearlas y regodearnos en sus piedras y en sus torres que se recortaban contra un cielo implacable. Nos comimos unas mollejas a la zamorana y seguimos ruta.

Pues eso, que al final el tiempo -me refiero al climatológico- no es tan importante. Por cierto, ya sabéis que pinchando en las fotos se amplían. Lo digo por si alguien quiere más detalle. Del Obradoiro o algo.

sábado, 11 de julio de 2009

EL PÁJARO DE FUEGO

En vista del entusiasmo -facilmente descriptible- que ha despertado entre mis hipotéticos lectores el post sobre Billie Holiday, yo, erre que erre, insisto en el tema con otro grande del jazz que cumple ese viejo tópico de malditismo, drogadicción y alcohol, tantas veces inseparable de los genios; parece que el peso de su propia genialidad les impidiera transitar por la vida cotidiana y encarar sus prosaicos pero reales asuntos como el común de los mortales.

Charles Christopher Parker también encaja en ese otro molde del negro que tiene la música en el cuerpo, como si en el gráfico de su electrocardiograma aparecieran escritos los acordes que brotaban de su saxo. Ya con trece años, en la orquesta del colegio le pusieron a tocar la tuba, pero su madre consideró que, dado el tamaño del chaval, el saxo sería más adecuado. No sabía que estaba propiciando el comienzo del más grande saxofonista alto de la historia del jazz, el mejor improvisador, el que convertía en música cada latido, cada emoción, cada lágrima y cada carcajada que constituían su atormentada existencia.

Su turbulenta relación con la heroína empezó a los quince años y nunca le abandonó. Entonces fregaba platos en un restaurante de New York dónde actuaban algunos importantes músicos de la época. Se había casado con Chan Richardson, una mujer blanca mayor que él -lo que que no es decir mucho, pues ya sabemos que Charlie tenía quince años- que siempre comprendió el genio de su compañero y siempre estuvo junto a él, a pesar de que no le debió hacer fácil la vida. Julio Cortázar, en su magnífico relato El Perseguidor, recrea la historia de Charlie Parker bajo el nombre supuesto de Johnny Carter y describe magistralmente los sentimientos contradictorios de esta mujer, moviéndose entre la insufrible convivencia y la admiración ciega que sentía por su marido. Pasaron temporadas sin un céntimo, viviendo de la caridad de los amigos, y Charlie llegó a empeñar su saxo -que era su único modo de vida y su pasión- para conseguir droga. La falta de recursos fue quizá la causa indirecta de la muerte de su hija de una vulgar neumonía, por no poder pagar la atención médica necesaria. Nunca se lo perdonó, lo que le llevó a dos intentos de suicidio. Su drogadicción fue en aumento, hasta el punto de que las autoridades le prohibieron grabar discos y actuar en locales públicos y el trompetista Dizzy Gillespie, con el que formaba un duo genial y mantenía una fructífera relación musical, decidió no volver a tocar con él. Después de una patética sesión de grabación de la que surgió un Lover Man angustioso -apenas podía sostener el saxo- fue ingresado en un hospital psiquiátrico. Siete meses después salió desintoxicado, aunque no curado, y el pájaro remontó el vuelo -Bird era el sobrenombre por el que le conocían en el ambiente jazzístico- iniciando la etapa más creativa de su carrera tanto en Estados Unidos como en Europa. Pero el veneno blanco siguió entrando en sus venas y su vida repartiéndose entre la gloria y el infierno; los inmensos éxitos artísticos y el reconocimiento mundial conviven con las constantes depresiones. Su comportamiento es cada vez más errático y su salud está cada vez más deteriorada. Murió a los treinta y cuatro años y el forense dejó escrito en el parte médico que su cadáver parecía el de un hombre de más de sesenta.

Pero nunca pudo destruir su propia grandeza, que sobrevivió a pesar de él mismo, y Bird entró en la gloria para siempre.

domingo, 5 de julio de 2009

UNA FRUTA EXTRAÑA

Billie Holiday nació de una madre de trece años y un padre de quince, marginales ambos, incapaces ambos de ejercer de padres. El se largó a los pocos meses y ella vivió dando tumbos con un bebé a cuestas por las calles de Filadelfia, Baltimore, Nueva Jersey y Brooklyn. Menos mal que contaba con vecinos solícitos que cuidaban de la pequeña Eleanora -Billie Holiday- con infinito cariño, tanto que uno de ellos la violó antes de cumplir diez años. Con estos mimbres no es de extrañar que a los doce se prostituyera junto a su madre por los arrabales de Nueva York. No es de extrañar que, con estos mimbres, Billie Holiday tratara de esconder su realidad en el whisky y en la heroína y que declarara que ella no era una buena chica, porque para ser una buena chica hace falta, al menos, un poco de amor.

Su formación musical era inexistente, sin embargo empezó a cantar su dolor por los tugurios más sórdidos de Harlem y como la fortuna algunas veces es justa, en uno de ellos la descubrió John Hammond, un influyente productor y crítico que habló de ella en su columna de prensa y llevó a Benny Goodman para que la escuchara. A partir de ahí empezó a compartir escenarios y jam sessions con los más grandes músicos de jazz del momento, que es lo mismo que decir los más grandes músicos de jazz de todos los tiempos, una generación irrepetible que nos ha dejado nombres como el ya citado Benny Goodman, Lester Young, Coleman Hawkins, Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Charlie Parker, Sarah Vaughan y un interminable etcétera que, cómo dice Cortázar, consiguieron que los ángeles del cielo silenciaran sus liras para escucharlos.

Gracias a ese capricho de la fortuna, hoy podemos oír la dulcísima y triste voz de Billie Holiday mientras nos ponemos melancólicos en la barra de un bar, levemente borrachos. Su dulcísima y triste voz, encierra todo el dolor de su vida y toda la ternura que nunca tuvo y logra que nosotros al escucharla también nos bebamos nuestras pequeñas penas burguesas, tan ridículas al lado de las suyas.

En la canción Strange Fruit, esa voz dulce y acaso un poco infantil, de niña sin infancia que se hizo adulta a golpes, se vuelve aún más triste para arañar las conciencias como una lija. En ella denuncia los linchamientos y ahorcamientos de los negros en los refinados estados del sur. La letra, de Abel Meeropol, es estremecedora y se convirtió en un himno por los derechos civiles de los negros.


Los árboles del sur tienen un fruto extraño,
sangre en las hojas y sangre en la raíz,
cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur,
extraño fruto que cuelga de los álamos.

Bucólica escena del galante sur,
los ojos abultados, la boca torcida.
El dulce y fresco aroma de las magnolias
y de pronto el olor de la carne quemada.

Aquí está el fruto que arrancarán los cuervos
para que reciba la lluvia, para que lo mueva el viento,
para que el sol lo madure, para que los árboles lo suelten.
He aquí una extraña y amarga cosecha.


El Angel de Harlem todavía estaba bajo custodia policial, tras ocho meses en prisión por posesión de drogas, cuando murió a los cuarenta y cuatro años de cirrosis hepática. En su cuenta corriente había 0,70 dólares.