domingo, 5 de julio de 2009

UNA FRUTA EXTRAÑA

Billie Holiday nació de una madre de trece años y un padre de quince, marginales ambos, incapaces ambos de ejercer de padres. El se largó a los pocos meses y ella vivió dando tumbos con un bebé a cuestas por las calles de Filadelfia, Baltimore, Nueva Jersey y Brooklyn. Menos mal que contaba con vecinos solícitos que cuidaban de la pequeña Eleanora -Billie Holiday- con infinito cariño, tanto que uno de ellos la violó antes de cumplir diez años. Con estos mimbres no es de extrañar que a los doce se prostituyera junto a su madre por los arrabales de Nueva York. No es de extrañar que, con estos mimbres, Billie Holiday tratara de esconder su realidad en el whisky y en la heroína y que declarara que ella no era una buena chica, porque para ser una buena chica hace falta, al menos, un poco de amor.

Su formación musical era inexistente, sin embargo empezó a cantar su dolor por los tugurios más sórdidos de Harlem y como la fortuna algunas veces es justa, en uno de ellos la descubrió John Hammond, un influyente productor y crítico que habló de ella en su columna de prensa y llevó a Benny Goodman para que la escuchara. A partir de ahí empezó a compartir escenarios y jam sessions con los más grandes músicos de jazz del momento, que es lo mismo que decir los más grandes músicos de jazz de todos los tiempos, una generación irrepetible que nos ha dejado nombres como el ya citado Benny Goodman, Lester Young, Coleman Hawkins, Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Charlie Parker, Sarah Vaughan y un interminable etcétera que, cómo dice Cortázar, consiguieron que los ángeles del cielo silenciaran sus liras para escucharlos.

Gracias a ese capricho de la fortuna, hoy podemos oír la dulcísima y triste voz de Billie Holiday mientras nos ponemos melancólicos en la barra de un bar, levemente borrachos. Su dulcísima y triste voz, encierra todo el dolor de su vida y toda la ternura que nunca tuvo y logra que nosotros al escucharla también nos bebamos nuestras pequeñas penas burguesas, tan ridículas al lado de las suyas.

En la canción Strange Fruit, esa voz dulce y acaso un poco infantil, de niña sin infancia que se hizo adulta a golpes, se vuelve aún más triste para arañar las conciencias como una lija. En ella denuncia los linchamientos y ahorcamientos de los negros en los refinados estados del sur. La letra, de Abel Meeropol, es estremecedora y se convirtió en un himno por los derechos civiles de los negros.


Los árboles del sur tienen un fruto extraño,
sangre en las hojas y sangre en la raíz,
cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur,
extraño fruto que cuelga de los álamos.

Bucólica escena del galante sur,
los ojos abultados, la boca torcida.
El dulce y fresco aroma de las magnolias
y de pronto el olor de la carne quemada.

Aquí está el fruto que arrancarán los cuervos
para que reciba la lluvia, para que lo mueva el viento,
para que el sol lo madure, para que los árboles lo suelten.
He aquí una extraña y amarga cosecha.


El Angel de Harlem todavía estaba bajo custodia policial, tras ocho meses en prisión por posesión de drogas, cuando murió a los cuarenta y cuatro años de cirrosis hepática. En su cuenta corriente había 0,70 dólares.