sábado, 11 de julio de 2009

EL PÁJARO DE FUEGO

En vista del entusiasmo -facilmente descriptible- que ha despertado entre mis hipotéticos lectores el post sobre Billie Holiday, yo, erre que erre, insisto en el tema con otro grande del jazz que cumple ese viejo tópico de malditismo, drogadicción y alcohol, tantas veces inseparable de los genios; parece que el peso de su propia genialidad les impidiera transitar por la vida cotidiana y encarar sus prosaicos pero reales asuntos como el común de los mortales.

Charles Christopher Parker también encaja en ese otro molde del negro que tiene la música en el cuerpo, como si en el gráfico de su electrocardiograma aparecieran escritos los acordes que brotaban de su saxo. Ya con trece años, en la orquesta del colegio le pusieron a tocar la tuba, pero su madre consideró que, dado el tamaño del chaval, el saxo sería más adecuado. No sabía que estaba propiciando el comienzo del más grande saxofonista alto de la historia del jazz, el mejor improvisador, el que convertía en música cada latido, cada emoción, cada lágrima y cada carcajada que constituían su atormentada existencia.

Su turbulenta relación con la heroína empezó a los quince años y nunca le abandonó. Entonces fregaba platos en un restaurante de New York dónde actuaban algunos importantes músicos de la época. Se había casado con Chan Richardson, una mujer blanca mayor que él -lo que que no es decir mucho, pues ya sabemos que Charlie tenía quince años- que siempre comprendió el genio de su compañero y siempre estuvo junto a él, a pesar de que no le debió hacer fácil la vida. Julio Cortázar, en su magnífico relato El Perseguidor, recrea la historia de Charlie Parker bajo el nombre supuesto de Johnny Carter y describe magistralmente los sentimientos contradictorios de esta mujer, moviéndose entre la insufrible convivencia y la admiración ciega que sentía por su marido. Pasaron temporadas sin un céntimo, viviendo de la caridad de los amigos, y Charlie llegó a empeñar su saxo -que era su único modo de vida y su pasión- para conseguir droga. La falta de recursos fue quizá la causa indirecta de la muerte de su hija de una vulgar neumonía, por no poder pagar la atención médica necesaria. Nunca se lo perdonó, lo que le llevó a dos intentos de suicidio. Su drogadicción fue en aumento, hasta el punto de que las autoridades le prohibieron grabar discos y actuar en locales públicos y el trompetista Dizzy Gillespie, con el que formaba un duo genial y mantenía una fructífera relación musical, decidió no volver a tocar con él. Después de una patética sesión de grabación de la que surgió un Lover Man angustioso -apenas podía sostener el saxo- fue ingresado en un hospital psiquiátrico. Siete meses después salió desintoxicado, aunque no curado, y el pájaro remontó el vuelo -Bird era el sobrenombre por el que le conocían en el ambiente jazzístico- iniciando la etapa más creativa de su carrera tanto en Estados Unidos como en Europa. Pero el veneno blanco siguió entrando en sus venas y su vida repartiéndose entre la gloria y el infierno; los inmensos éxitos artísticos y el reconocimiento mundial conviven con las constantes depresiones. Su comportamiento es cada vez más errático y su salud está cada vez más deteriorada. Murió a los treinta y cuatro años y el forense dejó escrito en el parte médico que su cadáver parecía el de un hombre de más de sesenta.

Pero nunca pudo destruir su propia grandeza, que sobrevivió a pesar de él mismo, y Bird entró en la gloria para siempre.