Una vez más, y ya son quince, ha llegado tu aniversario. Dirás que qué más da, que sólo es una fecha, un día como otro. Y seguramente tienes razón. Me he levantado temprano, como siempre; he desayunado medio dormida y, también como siempre, se me ha echado el tiempo encima; no sé lo que hago pero al final todos los días, por mucho que madrugue, acabo deprisa y corriendo, pintándome en el coche. Y es que la vida es implacable, no se detiene nunca; no se detuvo aquel maldito día, continuó su curso como si no pasara nada. No me concedió un año sabático para dedicarme a llorar a gusto y a deleitarme con tu recuerdo. Tuve que seguir viviendo, madrugando, trabajando, pasando apuros, improvisando soluciones sobre la marcha, mientras tu última imagen, que se había clavado como una foto fija en mi retina, se alejaba de mí y poco a poco te volvía a recuperar vivo. Vivo y feliz.
Y sí, han pasado muchas cosas desde entonces y no todas buenas. ¿Sabes? muchas veces he pensado que tuviste suerte. Te fuiste cuando la vida todavía era un amanecer esplendoroso, no conociste el lado oscuro. Tu no sabías nada de lo que pasaba, de mis angustias, de mis frustraciones, del sueño roto. Tú te limitabas a llenar la casa de luz y, sin saberlo, a hacerme olvidar -al menos a ratos- los problemas. Es verdad que no has conocido a tus sobrinos, que no te has enamorado como tus amigos, que no aprobaste la selectividad, que no has hecho el viaje de paso del ecuador ni el de fin de carrera, que no te sacaste el carnet de conducir, que no fuiste en moto...que no te independizaste...que no....Pero míralo por el lado bueno: tampoco te has enterado de nada de lo que vino después, ni te has comido los marrones que se han tenido que comer tus hermanos. Y te aseguro que han sido finos.
A mí no me conocerías. Ya no soy la que era, aquella madre joven que se comía el mundo y podía con todo. Ahora ya no me como nada, porque además, si como más de la cuenta engordo. Estoy cansada, resignada, llena de miedos. Ya no corro riesgos, ya no me ilusiono, ya sé que la felicidad no existe, me conformo con un pasar discreto, instalada en el escepticismo. Y papá, ni te cuento.
Al principio iba a Sigüenza todos los meses, el día diecinueve, a llevarte flores. La abuela venía siempre conmigo. Íbamos con sol y con nieve, con las carreteras llenas de hielo o con un calor de justicia y sin aire acondicionado. Me acuerdo de subir por el puerto con una lluvia racheada y un vendaval que se llevaba el coche; y otros días con una niebla que no dejaba ver ni los faros de un camión que iba a dos metros, sólo para dejar unas flores junto a tu nombre, que se nos quedaban las manos heladas colocándolas en un macetero. Cuando salíamos de allí ya estaban lacias por la lluvia o quemadas por el sol. Ahora ya no voy tanto. Voy en tu cumpleaños y en Reyes y el día de Santiago; a veces no puedo y me digo a mí misma que da lo mismo un día o dos más tarde. Antes siempre podía, aunque no pudiera.
Ahora la abuela no viene conmigo, porque esa es otra, no sabes cómo está la abuela, ni siquiera sube la cuesta cuando está en Sigüenza; me da dinero y me dice cómprale a Jaime flores de mi parte. ¡La de veces que se ha quedado contigo cuando estabas en el hospital y yo me tenía que ir a trabajar! Leyéndote cuentos, haciendo recortables, jugando a las cartas, dibujando trenes; que hasta tenía yo celos de lo que la querías. Ella tampoco es la misma, no sabes lo triste que es la vejez; ahora lleva un bastón y le duele todo el cuerpo. Y muchas veces está mustia y de mal humor; se enfada conmigo y con las tías y yo siempre tengo mala conciencia.
Esta mañana, mirándome en el espejo, me han acometido unos sollozos roncos, antiguos, secos, fosilizados en algún lugar de la memoria. Luego, por fin, se han hecho líquidos y se han mezclado con el agua de la ducha que me caía sobre la cara. Lloraba por tí, pero también por mí, por papá, por la abuela, por todo lo que se ha quedado por ahí perdido en estos quince años. Sí, mi niño, a veces creo que has tenido suerte.
Hoy voy a ir cuando salga de trabajar. Fíjate si será un día normal que esta noche es el concierto de Sabina y Serrat -ya sabes lo que me gustan- y tengo la entrada desde hace tres o cuatro meses, aunque me dí cuenta de que era el día diecinueve de septiembre; y es que esto es así, pura contradicción. Pero antes iré a Sigüenza; sola, sin la abuela. Porque no es un día normal.
Y sí, han pasado muchas cosas desde entonces y no todas buenas. ¿Sabes? muchas veces he pensado que tuviste suerte. Te fuiste cuando la vida todavía era un amanecer esplendoroso, no conociste el lado oscuro. Tu no sabías nada de lo que pasaba, de mis angustias, de mis frustraciones, del sueño roto. Tú te limitabas a llenar la casa de luz y, sin saberlo, a hacerme olvidar -al menos a ratos- los problemas. Es verdad que no has conocido a tus sobrinos, que no te has enamorado como tus amigos, que no aprobaste la selectividad, que no has hecho el viaje de paso del ecuador ni el de fin de carrera, que no te sacaste el carnet de conducir, que no fuiste en moto...que no te independizaste...que no....Pero míralo por el lado bueno: tampoco te has enterado de nada de lo que vino después, ni te has comido los marrones que se han tenido que comer tus hermanos. Y te aseguro que han sido finos.
A mí no me conocerías. Ya no soy la que era, aquella madre joven que se comía el mundo y podía con todo. Ahora ya no me como nada, porque además, si como más de la cuenta engordo. Estoy cansada, resignada, llena de miedos. Ya no corro riesgos, ya no me ilusiono, ya sé que la felicidad no existe, me conformo con un pasar discreto, instalada en el escepticismo. Y papá, ni te cuento.
Al principio iba a Sigüenza todos los meses, el día diecinueve, a llevarte flores. La abuela venía siempre conmigo. Íbamos con sol y con nieve, con las carreteras llenas de hielo o con un calor de justicia y sin aire acondicionado. Me acuerdo de subir por el puerto con una lluvia racheada y un vendaval que se llevaba el coche; y otros días con una niebla que no dejaba ver ni los faros de un camión que iba a dos metros, sólo para dejar unas flores junto a tu nombre, que se nos quedaban las manos heladas colocándolas en un macetero. Cuando salíamos de allí ya estaban lacias por la lluvia o quemadas por el sol. Ahora ya no voy tanto. Voy en tu cumpleaños y en Reyes y el día de Santiago; a veces no puedo y me digo a mí misma que da lo mismo un día o dos más tarde. Antes siempre podía, aunque no pudiera.
Ahora la abuela no viene conmigo, porque esa es otra, no sabes cómo está la abuela, ni siquiera sube la cuesta cuando está en Sigüenza; me da dinero y me dice cómprale a Jaime flores de mi parte. ¡La de veces que se ha quedado contigo cuando estabas en el hospital y yo me tenía que ir a trabajar! Leyéndote cuentos, haciendo recortables, jugando a las cartas, dibujando trenes; que hasta tenía yo celos de lo que la querías. Ella tampoco es la misma, no sabes lo triste que es la vejez; ahora lleva un bastón y le duele todo el cuerpo. Y muchas veces está mustia y de mal humor; se enfada conmigo y con las tías y yo siempre tengo mala conciencia.
Esta mañana, mirándome en el espejo, me han acometido unos sollozos roncos, antiguos, secos, fosilizados en algún lugar de la memoria. Luego, por fin, se han hecho líquidos y se han mezclado con el agua de la ducha que me caía sobre la cara. Lloraba por tí, pero también por mí, por papá, por la abuela, por todo lo que se ha quedado por ahí perdido en estos quince años. Sí, mi niño, a veces creo que has tenido suerte.
Hoy voy a ir cuando salga de trabajar. Fíjate si será un día normal que esta noche es el concierto de Sabina y Serrat -ya sabes lo que me gustan- y tengo la entrada desde hace tres o cuatro meses, aunque me dí cuenta de que era el día diecinueve de septiembre; y es que esto es así, pura contradicción. Pero antes iré a Sigüenza; sola, sin la abuela. Porque no es un día normal.