
No sé en otros lugares de la gira, pero aquí en Madrid había un anfitrión y un invitado y se ha notado mucho quién era cada cual. Un invitado de lujo, pero invitado al fin. Y un anfitrión generoso que regaló a su primo El Nano algunas de sus mejores perlas, como Contigo o A la orilla de la chimenea. Joaquín en el escenario estaba en su casa, aunque la acústica del Palacio de Deportes es horrorosa. Pero le da lo mismo, no le hace falta porque sus canciones las cantamos todos, las coreamos y él siempre nos toma la lección. Ya he dicho alguna vez que a los conciertos de Sabina no se va a oírle cantar, se va a despendolarse y a que nos despeine el vientecillo de la libertad. Serrat es otra cosa mucho más formal; hay que escucharle en silencio y, algunas canciones, con los ojos un poco entornados, dejando que tiemblen nuestros recuerdos al mismo tiempo que a él le tiembla el corazón en la garganta. A Sabina le amo porque me destripa el alma, me deja el corazón en los huesos y siempre tiene un verso que me encaja y le odio porque el muy cabrón ha escrito todo lo que quisiera haber escrito yo. A Serrat le escucho con la misma lejanía placentera con que puedo escuchar, no sé, a Pavarotti, porque yo, mal que me pese, no nací en el Mediterráneo y tampoco me llamo Penélope ni Lucía; con lo que sí me identifico es con lo de esos locos bajitos, ahora que los tengo tan cerca. Pero va para muy largo que aprendí que las palabras de amor, sencillas y tiernas, siempre esconden más de cien mentiras aunque, eso sí, valen la pena. Quizá por eso, ya no me creo lo de que hoy -ni tampoco mañana- puede ser un gran día. Sin embargo, parece mentira pero aún andan por ahí, si no más de cien, sí unos cuantos pares de pupilas donde verme viva.
Joaquín se paseaba por el escenario como por el pasillo de su casa, estaba en su casa. Joan Manuel era ese amigo íntimo que, aunque se le dé toda la confianza, casi no se atreve a abrir la nevera.
La primera hora, francamente, me aburrí. Se me pasó pensando que el tiempo corría y no nos metíamos en harina.
Luego la cosa se fue arreglando, sobre todo en los tres cuartos de hora de bises. Porque nos dieron las diez y las once, las doce, la una y hasta la una y cuarto. Estábamos en la penúltima fila, así que subimos una más y nos fuimos al gallinero a pisar el acelerador y a bailar con el pirata cojo. Por cierto, a Serrat se le despegaba bastante la casaca de corsario.
Verlos juntos tiene la emoción de ver nuestra historia hecha música. Y sí, es una ocasión histórica porque será única. Eso espero. Los experimentos, mire usté, con gaseosa.