Las ocho menos cinco
y ya empiezan a oírse los aplausos,
la gente tiene ganas de aplaudir
aunque se haya olvidado de por qué,
de si es por los que luchan en la primera línea
o porque se han creído eso de que son héroes
se aplauden a sí mismos
o simplemente buscan un señuelo,
cinco escasos minutos en que sienten
que no están absolutamente solos.
Saludan con la mano a esa mujer
que sale cada tarde a la ventana
de la casa que queda al otro lado
del parque y que parece
que tiene algún problema,
no se distingue bien qué le pasa en la mano
pero toca las palmas con dos platos
de barro o algo así. Después la policía
desfila por el pueblo con sus coches,
las sirenas gritando,
ellos también requieren su homenaje.
Un incierto ritual que cada tarde,
con los rojos brillantes de la puesta de sol,
celebra el simple hecho de estar vivos,
se olvida del dolor unos instantes,
se aferra a una esperanza de estadística,
a unas cifras sin nombre:
ayer solo murieron quinientas diez personas.
Esto va bien. Saldremos adelante.