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Premio "Blas de Otero" 2010.
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El amor acostumbra a andar a ciegas
sin atender apenas las razones
que suele aconsejar el buen sentido.
Ataca casi siempre
por el flanco más débil; se camufla
entre sábanas frías, madrugadas
repletas de derrotas, soledades,
para irrumpir después como una tromba,
un viento enloquecido, una descarga
de vida que descubre de nuevo los sentidos
y despierta al deseo. Es tan hermoso
que su brillo nos ciega, nos esconde
el peligro, nos engaña;
y nos hace creernos invencibles
para luego matarnos. Casi nunca
sabemos cómo llegó a nosotros,
cuándo y por qué nos inundó los días,
de qué forma caímos en sus redes
para vivir
inmersos en un sueño. Sin embargo
sabemos con certeza cuándo muere.
Y sabemos también que no tiene retorno como siempre ha ocurrido con la muerte.
He llegado al final pero estoy muerta y no me reconozco en mi cadáver. Me es tan ajeno como esas fotos de hace tres mil años en las que yo reía y podía llorar todas las lágrimas que la vida pusiera por delante.
He llegado al final, mas tan exhausta que no puedo mirarme en el espejo y volver a vivir mis propias penas, no digamos cuando las mismas penas son de otros.
Me he quedado vacía, ya no siento ni vibro ni palpito, solo contemplo cómo pasa la vida como en una película de miedo que se olvida al salir con el primer cigarro.
La soledad es esto: la desidia, la paz siniestra de los cementerios, el silencio interior sin emociones, el dolor que no duele, la mirada perdida en la indolencia.
Pero en algún lugar debe estar escondida la mujer que yo era. Solo espero encontrarla una de estas mañanas en que entra el sol a chorros, el aire es fresco y huele a esperanza y a pino.