
Lo celebré ayer domingo, como se suelen celebrar estas cosas: una comida que me costó pasarme la tarde del sábado cocinando. Nueve adultos, dos niños y los bebés que, contra pronóstico, se portaron muy bien y me robaron todo el protagonismo. A las nueve y media de la noche dejé caer mis restos en el sofá, cuando conseguí que mi casa recuperara un aspecto lo más parecido posible al habitual. Pero en fin, lo pasamos bien y me hicieron regalos bonitos y acertados: un libro, cosas que ponerme, diversos marcos para las fotos de mis nietos nacidos y por nacer -que como continúe esta explosión demográfica mi casa va a parecer un estudio fotográfico- y un ramo de lirios precioso. Moraítos de martirio.
Además, esto de cumplir años parece que obliga a hacer un poco de inventario; a rellenar el Debe y el Haber del Libro Mayor de la vida. Yo creo que el saldo puedo considerarlo positivo aunque, con estos bienes tan poco tangibles, depende del valor que cada uno quiera darlos. Seguramente que los dolores y las tristezas han dejado su impronta en mí y se me nota por dentro y por fuera. Y han hecho que cambie mi escala de valores y mi forma de afrontar la aventura de vivir. Pero realmente no estuvo en mi mano evitarlos ni desviar el rumbo que tomaron las cosas. Y hoy me enfrento a ellos de una forma sosegada, sin el desgarro de antes. Quizás he comprendido que el error estaba en hacer planes, que las cosas suceden a pesar de nosotros, a pesar de los planes. Ahora el recuerdo de Jaime me provoca una tristura dulce, una apacible melancolía que -por raro que parezca- muchas veces me hace sonreir. Jaime fue un niño feliz con el que no me quedó nada pendiente. Nos dimos muchos besos, le transmití mi amor todos los días y él lo percibió y lo reflejó en su risa. En cambio hay algún tema no resuelto que me causa una profunda desazón. No ser capaz de derribar ciertos muros de silencio, ciertas barreras invisibles que impiden el contacto físico; no encontrar los cauces por donde hacer correr una cuota de amor igual a la de Jaime. La incomunicación, que quizá ha tapado lo mejor que puedo ofrecer a los que más quiero. Ese pudor paralizante.
Además está ahí esa parte de mí, levemente golfa, que no se resigna a envejecer y se empeña en negar la evidencia. La que se ha aprendido de memoria los versos de Gil de Biedma : ...Y me coge un deseo de vivir y ver amanecer, acostándome tarde, que no está en proporción con la edad que ya tengo...
¡Qué le vamos a hacer!