
A las siete menos cuarto comenzaron a caer unas gotas gordas que se estrellaban contra el suelo como proyectiles líquidos, dejando su huella mojada sobre las aceras. Desde el parque de abajo subía hasta mi ventana -que está en un quinto piso- el olor fresco y antiguo de la tierra húmeda. Arreció. En un cuarto de hora llovía brutalmente, desesperadamente. Como si nunca antes hubiera llovido, como si nunca más fuera a llover. Parecía un diluvio bíblico, enviado por alguna divinidad colérica para lavar los pecados de todos los madrileños. No sé si los pecados políticos o los futboleros de los hinchas atléticos, que durante toda la semana habían proclamado su deseo de perder para que una supuesta victoria no beneficiara al Madrid, tan deportivos ellos y tan así. Pues les llovieron seis rosquitos, seis. Joaquín Sabina, atlético confeso, no parecía contento; al tercer gol se levantó y se fue, sin aceptar los golpecitos en la espalda que Serrat le ofrecía com

Es lo que tienen los deseos; que, a veces, se cumplen. Mi más sincera enhorabuena a todos los rojiblancos.