
Desde el mediodía del jueves, cuando Almudena llevaba apenas doce horas en este perro mundo, hasta ayer sábado, he hecho el viaje a Sigüenza dos veces, ida y vuelta. El jueves llevé a Ana con Jaime y Carmen, que a sus tres meses ya han dejado de ser los pequeños de la familia; y fue un penoso contraste ver a mi madre sacar fuerzas de flaqueza para mirarles echar sonrisas y hacer ajos, mientras estaba partida de dolor. Me repartí entre dar biberones a mis nietos y ayudar a moverse a mi madre, entre hacerles cucamonas para arrancarles una risa y tratar de aliviar el malestar de su bisabuela; ver cómo la vida gana terreno por un extremo y cómo lo pierde por el otro; yo me muevo entre esos dos extremos, son los que me marcan la agenda. Volví a Madrid y Almudena se aplicaba concienzudamente a sacar del pecho de su madre lo que todavía no tenía. Trabajé -es un decir- el viernes por la mañana y al mediodía visita relámpago a mi nueva nieta y otra vez a Sigüenza para volverme a repartir entre los gemelos y mi madre, entre la vida que empieza y la que aún lucha por no terminar. Estoy cansada, ayer volví reventada física y anímicamente. Es todo demasiado intenso, demasiado contradictorio y, además, las nuevas emociones no anulan las anteriores. Todavía me duele el disgusto de hace tres semanas, tengo un desgarrón que no puedo coser y todo esto me está sobrepasando.
En la Alameda había un olor empalagoso a las flores de "pan y quesillo" de los árboles, apetecía pasear y tomar una caña en algún quiosco, pero eran las jornadas medievales, un invento turístico de hace unos años, que odio. La gente se viste de damas, caballeros, monjes o aldeanos y se echa a la calle. Familias enteras disfrazadas con unas extrañas túnicas por las que asoman unos zapatos absurdos. Hay justas y torneos, caballos y gallardetes, puestos de cualquier cosa, desde quesos a pendientes y mucho cutrerío. No quiero ni pensar en la horterada histórica que va a resultar de la mezcla del medievo de guardarropía y el Miami Beach del "Segontia Golf". Me daban ganas de no volver más a este jodío pueblo que tanto amo, pero es que daba el sol en la muralla y estaba demasiado bonita detrás de las retamas.
