domingo, 8 de julio de 2007

CONTRASTES

Almudena decidió nacer diez o doce días antes de lo esperado y desde entonces estoy que voy, que vengo. Su llegada ha coincidido con la enfermedad de mi madre, una paradójica ironía, así que no he podido recibirla con toda la alegría que se merece. Parecía que por fin esta vez había llegado el verano; las noches eran cálidas, seductoras, invitaban a salir y a prolongarlas; las mañanas fresquitas acariciaban la piel de amanecida. Hablo en pasado porque hoy otra vez me he quedado tiesa de frío al salir a la calle; esto no es verano ni es ná. Las horas centrales se hacen interminables, pesadas y los que todavía tenemos que trabajar estamos con la cabeza en otra parte, contando los días que nos quedan para las vacaciones, como los presos cuentan su condena.

Desde el mediodía del jueves, cuando Almudena llevaba apenas doce horas en este perro mundo, hasta ayer sábado, he hecho el viaje a Sigüenza dos veces, ida y vuelta. El jueves llevé a Ana con Jaime y Carmen, que a sus tres meses ya han dejado de ser los pequeños de la familia; y fue un penoso contraste ver a mi madre sacar fuerzas de flaqueza para mirarles echar sonrisas y hacer ajos, mientras estaba partida de dolor. Me repartí entre dar biberones a mis nietos y ayudar a moverse a mi madre, entre hacerles cucamonas para arrancarles una risa y tratar de aliviar el malestar de su bisabuela; ver cómo la vida gana terreno por un extremo y cómo lo pierde por el otro; yo me muevo entre esos dos extremos, son los que me marcan la agenda. Volví a Madrid y Almudena se aplicaba concienzudamente a sacar del pecho de su madre lo que todavía no tenía. Trabajé -es un decir- el viernes por la mañana y al mediodía visita relámpago a mi nueva nieta y otra vez a Sigüenza para volverme a repartir entre los gemelos y mi madre, entre la vida que empieza y la que aún lucha por no terminar. Estoy cansada, ayer volví reventada física y anímicamente. Es todo demasiado intenso, demasiado contradictorio y, además, las nuevas emociones no anulan las anteriores. Todavía me duele el disgusto de hace tres semanas, tengo un desgarrón que no puedo coser y todo esto me está sobrepasando.

En la Alameda había un olor empalagoso a las flores de "pan y quesillo" de los árboles, apetecía pasear y tomar una caña en algún quiosco, pero eran las jornadas medievales, un invento turístico de hace unos años, que odio. La gente se viste de damas, caballeros, monjes o aldeanos y se echa a la calle. Familias enteras disfrazadas con unas extrañas túnicas por las que asoman unos zapatos absurdos. Hay justas y torneos, caballos y gallardetes, puestos de cualquier cosa, desde quesos a pendientes y mucho cutrerío. No quiero ni pensar en la horterada histórica que va a resultar de la mezcla del medievo de guardarropía y el Miami Beach del "Segontia Golf". Me daban ganas de no volver más a este jodío pueblo que tanto amo, pero es que daba el sol en la muralla y estaba demasiado bonita detrás de las retamas.