domingo, 30 de agosto de 2009

Y A MÍ QUIÉN ME MANDA ENTRAR AL TRAPO...

...si sé que me voy a meter en un jardín del que probablemente salga trasquilada.

Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.
Lo que me gusta de tu sexo es la boca.
Lo que me gusta de tu boca es la lengua.
Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.

Julio Cortázar (Papeles inesperados)

El impacto de estos versos de Cortázar reside en su fuerza gráfica, en las imágenes que sugieren, para luego, cuando ya se ha disparado la imaginación, dar un quiebro hacia cosas más etéreas como la palabra y dejar en evidencia la retorcida mente del lector, que es un guarro y siempre está pensando en lo mismo. Este juego está muy bien, pero atendiendo exclusivamente a la literalidad de los versos, no dejan de ser mentira. O por lo menos no son ciertos siempre o no son ciertos los cuatro o no es esa la secuencia en todas las ocasiones. Porque el sexo es una parte de nosotros con vida propia sobre la que decidimos muy poco. Se puede llegar al sexo por la palabra, claro, pocos atributos tienen más poder de magnetismo y de seducción que la palabra bien utilizada. Sin embargo, si se emplea mal o retrata demasiado bien al objeto del deseo, puede ser letal para el sexo propiamente dicho. Cuando por esa boca tan sensual salen demasiadas imbecilidades, quiero decir.

Cortázar, que era un tío listo, seguramente sabía que el sexo también está en los ojos, en esa mirada que a veces se nos va por su cuenta y riesgo, mientras atendemos a unos sesudos razonamientos sobre política internacional; o en esa otra que sentimos clavada en nuestra nuca y que, mal que nos pese, nos obliga a meter la tripa y determina nuestras posturas, nuestros movimientos o nuestra forma de andar, como esos rituales de otras especies que vemos en los reportajes de National Geographic. Es el instinto que empuja a mi nieto de seis años a hacer el pino-puente en la piscina cuando está delante la vecinita rubia del tercero. Y es que nada estimula más el deseo que saberse deseado. El sexo también es ese impulso irracional hacia alguien con quien sabemos que no tenemos nada que ver en el terreno emocional, cultural o ideológico, pero que nos atrae como un imán porque, de alguna manera, esa "conquista" supondría una afirmación de nuestro propio poder de seducción, de nuestro propio ego. Un verano alquilé una casa cuyas ventanas daban a un corral; durante varios días observamos la persecución del gallo hacia una gallina que andaba por allí sin meterse con nadie y pasando del macho; el gallo cantaba sin parar, se contoneaba, desplegaba su plumaje, pero en cuanto se acercaba a su víctima ella salía despavorida al otro extremo del corral; entonces él se aplicaba a otra presa para al día siguiente reanudar el cortejo a la despectiva hembra. Así durante varios días, hasta que por fin la gallina cedió al acoso. Y fue llamativo cómo a partir de ese momento, el machito empezó a despreciarla mientras ella le buscaba con desesperación.

Ocurre, sin embargo, que esta civilización, por llamarle algo, nos tiene prohibidos los malos pensamientos y nos obliga -sobre todo a las mujeres- a revestir el sexo de sentimientos ya que las buenas costumbres no admiten que alguien nos puede atraer sin más razón que la pura hormona. Entonces nos inventamos ciertas virtudes en el contrario que justifiquen esa atracción irracional y la eleven al plano romántico, que está mucho mejor visto. Y, como en demasiadas ocasiones esas virtudes no existen, la relación muere de muerte natural como pasó con el gallo; entonces viene el fracaso y la frustración, el echar en cara al otro su carencia de las virtudes que nos hemos inventado y todas esas cosas tan manidas. Con lo fácil que hubiera sido, entre dos personas adultas, decir en su momento aquello de "en tu casa o en la mía" y pasar un buen rato sin más complicaciones.

Yo sé que lo que acabo de escribir encierra un cierto cinismo y escandaliza a los biempensantes, pero a mi me parece mucho más legal que los cuentos de hadas porque, a estas alturas del partido, todos sabemos que las hadas no existen y que una relación de pareja es infinitamente más compleja y más difícil que un buen polvo, con perdón.

Todo esto es pura teoría; por fortuna no somos máquinas y hasta en el encuentro más aséptico, emocionalmente hablando, se producen instantes mágicos de comunicación y de ternura -miénteme, dime que me quieres- que nos dejan el alma en cueros y nos vuelven vulnerables. Y precisamente esos son los momentos más placenteros, cuando bajamos las defensas y nos sentimos únicos e irrepetibles en los brazos del otro; son esos momentos los que crean vínculos y luego los recordamos con todo el cuerpo. Somos un poco masoquistas. Rizando el rizo y llevando las cosas al terreno de los sueños, no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió (Sabina dixit). Esa añoranza no se cura nunca.

Sobre este tema podría seguir escribiendo eternamente y si mis hipotéticos lectores me quieren pillar en un renuncio lo tendrán fácil, pero a mí me da igual porque todos somos muy parecidos y el que no lo sea, peor para él, bastante tiene con lo suyo. Seguramente cada párrafo contradice al anterior pues los pobres mortales somos una pura contradicción y en estas cuestiones más. Ya he dicho que el sexo tiene vida propia. Podemos controlarlo, domarlo y silbar El Puente sobre el río Kwai para disimular y para tratar de engañarnos a nosotros mismos, pero el deseo seguirá ahí y aparecerá en los momentos de debilidad a darnos la tabarra. Luego, somos tan complicados que los feos inteligentes quieren que los deseen por guapos, y los que están como un pan candeal y no necesitan hablar ni ser inteligentes, reniegan de su belleza y quieren que los amemos por su aguda conversación y su intelecto, en lugar de asumir cada uno sus propios talentos y explotarlos con sabiduría. O las mujeres que tenemos una edad y nuestro atractivo ya no reside precisamente en el body, nos empeñamos a veces en competir con las jovencitas de tripa plana en vez de sacar partido a todo lo que somos y a todo lo que sabemos. Y es que, en realidad, no sabemos casi nada, yo diría que afortunadamente; todavía hay espacio para la sorpresa.

Porque en estas cosas nunca se sabe; una se puede pasar la tarde en la cocina, preparar una cena deliciosa con velas, un gran reserva y Diana Krall de fondo, vestirse con esa ropa que le sienta tan bien, como en plan casual y, al segundo whisky, el tío va, se pone metafísico y le larga una brasa que acaba con la libido de cualquiera. O al revés, que le quieran arrancar la ropa en el ascensor cuando una está pensando en que le vence la letra del coche. Es todo muy raro.

Tengo un amigo que dice que la cuestión de la jodienda no tiene enmienda, vaya usté a saber por qué. Que ustedes rematen bien, si es que pueden.