domingo, 15 de noviembre de 2009

JAMÓN O BOMBONES

No descubro nada nuevo si digo que la convivencia -las distintas convivencias entre las que se mueve nuestra vida, sean o no bajo el mismo techo, con la pareja, con la familia, con los amigos, en el trabajo- es con frecuencia fuente de conflictos, cuando no de frustraciones o de disgustos. Durante este periodo que acabo de pasar, aparte de las tonterías que haya podido escribir en el blog tratando de quitar hierro al asunto riéndome de mí misma y de que su lectura os resultase al menos divertida, he tenido mucho tiempo para pensar y para anilizar mis propias reacciones en una situación atípica en mí -ya que la salud no me suele fallar- que en demasiados momentos ha hecho que mi sensibilidad o, más bien, mi susceptibilidad -ya lo suficientemente delicada de su natural- se disparase hasta casi confundirse con el dolor físico que me invadía. Mis necesidades afectivas, emocionales, se han multiplicado de forma exponencial y ya digo que nunca son pequeñas. Tenía -aún me quedan flecos, que diría Cock- la lágrima a la puerta y el alma en carne viva todo el rato, de modo que el roce más insignificante -o la falta de roce, dependiendo- me hacía tanto daño anímico como a un niño un cachete injusto.

Así no hay quien viva, de manera que trato de analizarme, de buscar explicaciones y de acorazarme en defensa propia. Si damos por supuesto que estamos entre personas normales, que nos queremos en mayor o menor medida, con cualquier clase de amor, y que intentamos no hacernos daño unos a otros, deberíamos ponernos con más frecuencia en la piel de los demás, aplicar a cada uno su propia manera de sentir y no pretender que los otros adivinen nuestras necesidades, nuestras carencias o el punto exacto del alma que nos está doliendo en cada momento. Y en lugar de echar de menos aquello que nos falta, valorar lo que tenemos. Porque cada uno tiene su forma de amar y de convivir, cada cual dá lo que puede, lo que tiene o lo que sabe dar; y salvo excepciones -que las hay en los dos sentidos, tanto el que dá todo sin esperar nada como el que no dá nada y considera que todo le es debido- generalmente esperamos recibir algo parecido a lo que damos; lo que es un error pues, mal comparado, sería como si a mí me volviera loca el chocolate y le regalara una caja de bombones deliciosos a alguien que lo que en realidad le apetece es una ración de jamón de Jabugo, no sé si me explico. Y el otro sin siquiera abrir la caja, la dejara a un lado sin probarlos. Yo, lógicamente, diría pues que te den, otra vez te va a regalar bombones quien yo te diga.

Esta tontería, llevada al plano emocional, acarrea demasiadas decepciones, demasiados silencios tirantes, demasiadas incomprensiones que, a fin de cuentas, no deberían tener importancia si aprendiéramos a valorar lo que los otros nos dan, no en función de lo que necesitamos -que ellos no tienen por qué saberlo- sino en función del esfuerzo que hacen por nosotros. Y, a lo mejor, si nos comemos un bombón descubrimos que está riquísimo, que el cuerpo nos pide otro y se nos olvida el puto jamón. Démosle esa oportunidad.

El entramado de las relaciones personales, que ya es enrevesado de por sí, casi siempre está lastrado por el hecho de que miramos mucho más a nuestro propio ombligo -que por cierto, es bastante aburrido- que a otros ombligos en los que quizá podríamos encontrar dulces y placenteras sinuosidades que están ahí para nuestro uso y disfrute.