No cabe duda de que pasar las vacaciones cada año en un sitio tiene su gracia porque se conocen nuevos lugares y nuevas gentes y se amplían horizontes, pero uno no deja nunca de ser extranjero y de moverse como un guiri con la máquina de fotos a cuestas intentando apresar rincones y momentos; y cuando esas vacaciones son de tan solo una semana y se quieren ver demasiadas cosas, al final no se ve ninguna con el mínimo de profundidad y de detalle necesario para recordarlo. Bueno, habrá opiniones para todos los gustos, pero nosotros hemos repetido por tercer año consecutivo el mismo lugar de Galicia, la misma casa rural y hasta se me ha olvidado la máquina de fotos, porque hemos ido sin ánimo de hacer turismo, solo de descansar, relajarnos y hacer un poco lo que nos diera la gana en cada momento, sin planes ni programas. El año pasado nos reconocieron por haber estado el anterior y fue gratificante; este año no nos han reconocido, sino que nos conocen y nos han recibido casi como a unos amigos. El gallego, hablando en general, es más bien cerrado y le cuesta intimar, pero nosotros, erre que erre, hemos conseguido de algunos un trato personal -o personalizado, no sé- casi familiar.
Además el tiempo se ha portado y los primeros tres o cuatro días nos ha regalado un calor impropio de la zona, con lo que yo, que soy como de raza calé ya de mi natural, vengo como un auténtico conguito. Tanto calor hacía que calculé mal y me fui a la isla de Ons solo con lo puesto; lo puesto era un bikini, un pantalón corto y una camiseta y, en la travesía a la isla, me resultó a todas luces insuficiente contra la brisa que soplaba en cubierta por barlovento, que a medida que nos alejábamos de la costa se iba haciendo cada vez más fría. A pesar de envolverme en la toalla no tuve más remedio que instalarme bajo techo si no quería arribar a puerto con un trancazo más que regular. Mis antepasados marinos se hubieran avergonzado de mi falta de previsión para la cosa de los vientos.
La isla es una delicia, totalmente enxebre que dicen los gallegos, que es algo así como de verdad, auténtico en el sentido más idem de la palabra, sin ningún tipo de artificio mercantiloide para turistas. Al arribar al muelle ya divisamos el Checho donde nos habían recomendado comer y, tras reservar la mesa, emprendimos la ruta, yo con ánimo de visitar el Buraco do Inferno que, por lo oído, es un agujero entre las rocas por el que se ve el fondo del mar. Pero después de caminar durante media hora bajo el sol y con aquellas playas maravillosas a nuestra izquierda llamándonos a gritos, nos cruzamos con un paseante que nos informó de que nos quedaba casi otra hora de subida; no nos daba tiempo a llegar, darnos un baño y volver a comer, así que desistimos y nos quedamos en una playa de ensueño, de arena blanca de esa que no mancha, como de conchas trituradas y un agua transparente y gélida.
Fernando se dio un baño y se fue al chiringo, pero yo me quedé allí tirada un rato y volví despacito, mirando cada piedra y cada planta y dejando que mis pensamientos se fueran por ahí a su bola. No hay papeleras en la isla por el impacto visual y las complicaciones para la gestión de los residuos, sin embargo está todo como a estrenar y no se ve ni un papel, ni una colilla en el suelo. Todo un ejemplo de civismo. La iglesita encalada con adornos en añil tiene una inscripción en su frontispicio dedidicada a su patrón San Xoaquin, que en una caligrafía como de párvulo, dice literalmente así: San Xoaquiniño, dainos un ventiño en popa pra llegar a noso porto, pues teño a vela rota. Me pareció enternecedor.
En casa Checho nos apretamos un pariente del pulpo Paul, empanada de zamburiñas y un sargo que saltaba, todo regado con alvariño. Queríamos volver a tiempo de ver la semifinal contra Alemania, por lo que habíamos reservado el barco a las cinco y media, pero se estaba tan bien allí que lo cambiamos por el de las siete y media, a riesgo de perdernos los himnos, y volvimos a la playa. Cuando uno está en la gloria el tiempo pasa muy rápido y antes de darnos cuenta ya era la hora del último barco hacia Bueu. No tardamos ni dos minutos en preguntar al Checho si alguien alquilaba habitaciones y nos puso en contacto con la Puri que nos proporcionó una para pasar la noche.
De manera que vimos el España-Alemania en la Isla de Ons, dando cuenta de otra botella de alvariño y unos percebes y con los aaaay, pufff, ¡vámonos!, ¡fuera de juego! coreados con acento gallego. Cuando Puyol propinó al balón aquel cabezazo magistral, el ¡¡¡GOOOOOOL!!! resonó por toda la ría y yo me abracé primero a Fernando y luego a un pescador que tenía al otro lado. Los truenos que me despertaron luego, mucho más tarde, creí que eran fuegos artificiales de celebración, pero no; era el cielo el que lo cebraba con un pedazo de tormenta que cambió el panorama climatológico; al día siguiente llovía y hacía frío y nosotros seguíamos con lo puesto, así que cogimos el primer barco que salió.
Entonces apareció en escena Enrique. Enrique es todo un personaje; con su melena entrecana, su sombrero, sus vaqueros, su camiseta negra con el estampado de unos ojos de mujer palestina tras una alambrada y su chaqueta también negra, desestructurada y de firma cara; con su voz profunda y su mirada miope, luce un aspecto entre intelectual y vividor, entre enigmático y seductor, francamente atractivo. El primer día me resultó cercano y tierno y se desmelenó con mucho desparpajo; pero al siguiente, no sé si por la resaca o porque un exceso de lucidez le hizo arrepentirse de haber mostrado su vida con demasiada sinceridad delante de mí, estaba distante y me pareció que con un puntito de cierta animosidad; igual fue una apreciación equivocada por mi parte, fruto de mi conocida hipersensibilidad, pero me gustaría tener ocasión de conocerle más.
Y al llegar a Madrid, la Roja. Yo me la enfundé en el alma desde que me levanté y en el cuerpo desde el medio día, con la pertinente bandera colgando a mi espalda. De semejante guisa me fui a comer a un restaurante muy elegante. Vimos el partido en casa de Arturo, con Pitoya también de rojo y Almu con la bufanda enrollada a la cintura. Y así estuvimos, sufriendo en nuestras carnes durante casi ciento veinte minutos la leña que la naranja mecánica repartía entre nuestros chicos ante la inoperancia de un árbitro inútil o bien pagado, no sé. El patadón en el pecho a Xabi Alonso me dolió en el mismísimo esternón. Sin embargo cuando ese chico -llamado Andrés Iniesta y nacido en Fuentealbilla, Albacete, de una familia humilde- tímido, bajito, paliducho y casi calvo pero que trata al balón con el mismo mimo y delicadeza que si fuera un bebé, con la habilidad de un malabarista y con la potencia y precisión de un misil, chutó aquel derechazo para la historia, el grito de ¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOL!!! recorrió España entera, desde la Isla de Ons hasta la más pequeña de las Canarias, desde Cádiz a Barcelona, desde Valencia a Badajoz, desde La Coruña a Almería, desde Gerona a Sevilla, desde San Sebastián a Huelva; estremeció las capitales y los pueblos, la costa y el interior, la montaña y la llanura, los campos y las ciudades; entre los españoles que están fuera y los extranjeros que están aquí, entre los militares que andan por ahí, entre los presos de las cárceles y los enfermos de los hospitales. Y todos nos echamos a la calle; y en la calle reinaba la alegría, el buen rollo, el optimismo y la complicidad entre viejos y jóvenes, entre rojos y azules, entre obreros y empresarios. Y nos besamos y nos abrazamos con íntimos desconocidos, y agitamos las banderas y las bufandas y nos quedamos felizmente roncos. Nos hacía mucha falta algo así. Me dio mucha pena no tener allí a Marta que hubiera disfrutado como una enana y la pobre está en Francia; lo tuvo que ver rodeada de gabachos envidiosos de España y cabreados por el papelón que ha hecho su selección en el mundial.
Yo comprendo que haya gente tan intelectual, tan profunda, tan transcendente, tan culta y tan seria que no se emocione con estas cosas e incluso las desprecie, pero yo me lo paso muy bien siendo tan simple y tan primaria. Y el beso de Iker a su chica olvidándose de la entrevista y de las cámaras, casi me salta las lágrimas.
Además el tiempo se ha portado y los primeros tres o cuatro días nos ha regalado un calor impropio de la zona, con lo que yo, que soy como de raza calé ya de mi natural, vengo como un auténtico conguito. Tanto calor hacía que calculé mal y me fui a la isla de Ons solo con lo puesto; lo puesto era un bikini, un pantalón corto y una camiseta y, en la travesía a la isla, me resultó a todas luces insuficiente contra la brisa que soplaba en cubierta por barlovento, que a medida que nos alejábamos de la costa se iba haciendo cada vez más fría. A pesar de envolverme en la toalla no tuve más remedio que instalarme bajo techo si no quería arribar a puerto con un trancazo más que regular. Mis antepasados marinos se hubieran avergonzado de mi falta de previsión para la cosa de los vientos.
La isla es una delicia, totalmente enxebre que dicen los gallegos, que es algo así como de verdad, auténtico en el sentido más idem de la palabra, sin ningún tipo de artificio mercantiloide para turistas. Al arribar al muelle ya divisamos el Checho donde nos habían recomendado comer y, tras reservar la mesa, emprendimos la ruta, yo con ánimo de visitar el Buraco do Inferno que, por lo oído, es un agujero entre las rocas por el que se ve el fondo del mar. Pero después de caminar durante media hora bajo el sol y con aquellas playas maravillosas a nuestra izquierda llamándonos a gritos, nos cruzamos con un paseante que nos informó de que nos quedaba casi otra hora de subida; no nos daba tiempo a llegar, darnos un baño y volver a comer, así que desistimos y nos quedamos en una playa de ensueño, de arena blanca de esa que no mancha, como de conchas trituradas y un agua transparente y gélida.
Fernando se dio un baño y se fue al chiringo, pero yo me quedé allí tirada un rato y volví despacito, mirando cada piedra y cada planta y dejando que mis pensamientos se fueran por ahí a su bola. No hay papeleras en la isla por el impacto visual y las complicaciones para la gestión de los residuos, sin embargo está todo como a estrenar y no se ve ni un papel, ni una colilla en el suelo. Todo un ejemplo de civismo. La iglesita encalada con adornos en añil tiene una inscripción en su frontispicio dedidicada a su patrón San Xoaquin, que en una caligrafía como de párvulo, dice literalmente así: San Xoaquiniño, dainos un ventiño en popa pra llegar a noso porto, pues teño a vela rota. Me pareció enternecedor.
En casa Checho nos apretamos un pariente del pulpo Paul, empanada de zamburiñas y un sargo que saltaba, todo regado con alvariño. Queríamos volver a tiempo de ver la semifinal contra Alemania, por lo que habíamos reservado el barco a las cinco y media, pero se estaba tan bien allí que lo cambiamos por el de las siete y media, a riesgo de perdernos los himnos, y volvimos a la playa. Cuando uno está en la gloria el tiempo pasa muy rápido y antes de darnos cuenta ya era la hora del último barco hacia Bueu. No tardamos ni dos minutos en preguntar al Checho si alguien alquilaba habitaciones y nos puso en contacto con la Puri que nos proporcionó una para pasar la noche.
De manera que vimos el España-Alemania en la Isla de Ons, dando cuenta de otra botella de alvariño y unos percebes y con los aaaay, pufff, ¡vámonos!, ¡fuera de juego! coreados con acento gallego. Cuando Puyol propinó al balón aquel cabezazo magistral, el ¡¡¡GOOOOOOL!!! resonó por toda la ría y yo me abracé primero a Fernando y luego a un pescador que tenía al otro lado. Los truenos que me despertaron luego, mucho más tarde, creí que eran fuegos artificiales de celebración, pero no; era el cielo el que lo cebraba con un pedazo de tormenta que cambió el panorama climatológico; al día siguiente llovía y hacía frío y nosotros seguíamos con lo puesto, así que cogimos el primer barco que salió.
Entonces apareció en escena Enrique. Enrique es todo un personaje; con su melena entrecana, su sombrero, sus vaqueros, su camiseta negra con el estampado de unos ojos de mujer palestina tras una alambrada y su chaqueta también negra, desestructurada y de firma cara; con su voz profunda y su mirada miope, luce un aspecto entre intelectual y vividor, entre enigmático y seductor, francamente atractivo. El primer día me resultó cercano y tierno y se desmelenó con mucho desparpajo; pero al siguiente, no sé si por la resaca o porque un exceso de lucidez le hizo arrepentirse de haber mostrado su vida con demasiada sinceridad delante de mí, estaba distante y me pareció que con un puntito de cierta animosidad; igual fue una apreciación equivocada por mi parte, fruto de mi conocida hipersensibilidad, pero me gustaría tener ocasión de conocerle más.
Y al llegar a Madrid, la Roja. Yo me la enfundé en el alma desde que me levanté y en el cuerpo desde el medio día, con la pertinente bandera colgando a mi espalda. De semejante guisa me fui a comer a un restaurante muy elegante. Vimos el partido en casa de Arturo, con Pitoya también de rojo y Almu con la bufanda enrollada a la cintura. Y así estuvimos, sufriendo en nuestras carnes durante casi ciento veinte minutos la leña que la naranja mecánica repartía entre nuestros chicos ante la inoperancia de un árbitro inútil o bien pagado, no sé. El patadón en el pecho a Xabi Alonso me dolió en el mismísimo esternón. Sin embargo cuando ese chico -llamado Andrés Iniesta y nacido en Fuentealbilla, Albacete, de una familia humilde- tímido, bajito, paliducho y casi calvo pero que trata al balón con el mismo mimo y delicadeza que si fuera un bebé, con la habilidad de un malabarista y con la potencia y precisión de un misil, chutó aquel derechazo para la historia, el grito de ¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOL!!! recorrió España entera, desde la Isla de Ons hasta la más pequeña de las Canarias, desde Cádiz a Barcelona, desde Valencia a Badajoz, desde La Coruña a Almería, desde Gerona a Sevilla, desde San Sebastián a Huelva; estremeció las capitales y los pueblos, la costa y el interior, la montaña y la llanura, los campos y las ciudades; entre los españoles que están fuera y los extranjeros que están aquí, entre los militares que andan por ahí, entre los presos de las cárceles y los enfermos de los hospitales. Y todos nos echamos a la calle; y en la calle reinaba la alegría, el buen rollo, el optimismo y la complicidad entre viejos y jóvenes, entre rojos y azules, entre obreros y empresarios. Y nos besamos y nos abrazamos con íntimos desconocidos, y agitamos las banderas y las bufandas y nos quedamos felizmente roncos. Nos hacía mucha falta algo así. Me dio mucha pena no tener allí a Marta que hubiera disfrutado como una enana y la pobre está en Francia; lo tuvo que ver rodeada de gabachos envidiosos de España y cabreados por el papelón que ha hecho su selección en el mundial.
Yo comprendo que haya gente tan intelectual, tan profunda, tan transcendente, tan culta y tan seria que no se emocione con estas cosas e incluso las desprecie, pero yo me lo paso muy bien siendo tan simple y tan primaria. Y el beso de Iker a su chica olvidándose de la entrevista y de las cámaras, casi me salta las lágrimas.
TELECINCO pide dos millones de euros por sus derechos sobre el video y a mí este mes no me viene bien con tanto gasto, pero gracias a Cock que me lo ha mandado, lo tengo en mi ordenador, y ahí no creo que puedan meter mano. Espero.