lunes, 12 de septiembre de 2011

DOS EUROS

La anciana tenía buena pinta; cuidadosamente vestida con un conjunto mil veces lavado que bien podía ser el de los domingos, chaqueta y falda de color blanco o beige muy pálido con un estampado menudo en negro, o a lo mejor era marrón; bien peinado su pelo blanco, esa noche se había puesto los bigudíes; zapatos ortopédicos. Su cuerpo formaba un ángulo casi recto, encorvado desde la cintura; su mano derecha se aferraba a una muleta.

Dos mujeres -seguramente madre e hija- una joven y la otra de esa edad indefinida que puede abarcar desde los cincuenta a los sesenta y pico, charlaban de sus cosas plácidamente sentadas en una terraza delante de unas cervezas. Hacía muy buen tiempo ese domingo.

-¿Qué tal las vacaciones en la Toscana? -preguntaba la madre.
-¡Fenomenal, una verdadera gozada! Tienes que ir -respondía la chica joven entusiasmada.
-Imposible, estoy sin blanca -se quejaba la mujer madura- lo más que llego es a pasar una semana en Galicia, en una casa rural baratita.
-¡Pues anda que yo! -añadía la hija, señalando el borde deshilachado de sus pantalones- estoy tiesa, no puedo ni comprarme unos vaqueros nuevos; mira cómo tengo estos.

La madre y la hija siguieron conversando durante un buen rato de lo mal que está la cosa, del trabajo, de los amores; mientras, la anciana, apenas sosteniéndose sobre sus maltrechos pies, revolvía con la muleta entre la hojarasca amontonada en el surco del seto de aligustre que rodeaba las mesas. ¿Qué buscaría? pensaba la madre. ¿Un pendiente? ¿Quizá su alianza?

Casi terminando la caña no pudo resistir la curiosidad y se acercó a la vieja:

-¿Ha perdido usted algo? -le preguntó solícita- ¿Puedo ayudarla?

La anciana, torciendo con dificultad la cabeza y señalando con la muleta hacia arriba, respondió con gesto de consternación:

-Se me cayó por la ventana. Una moneda de dos euros y...

La mujer madura iba a echar mano al monedero, pero... ¿qué hacer? no era una mendiga, quizá se ofendiese si...

-¡Está aquí! -exclamó la hija levantando con júbilo la moneda que encontró entre la tierra.
-Pero... ¡si he mirado por ahí! -se asombró la anciana con los ojos sin color muy abiertos- ¡Ay qué alegría! ¡Muchas gracias, hija, muchas gracias!

Y se fue renqueando despacito, apoyada en su muleta. Sonreía.

-¿Qué le debo? -preguntó la madre al camarero.
-Poco dinero, sólo dos euros.