Yo lo vi ayer,
a la hora en que la tarde se remansa
y los ejecutivos se aflojan la corbata
en la barra del bar.
Tenía el aire color de retirada,
una cierta fatiga
de lunes que agoniza entre los algodones
de un barrio moderadamente rico.
Nadie los vio llegar aunque estaban muy cerca
de las terrazas y de los gin-tonics,
tan sólo separados
por la alambrada cruel de la miseria.
Pero estaban allí y sabían la hora
que marcaba su estómago
cuando dos empleados de una gran superficie
sacaron a la calle los desechos del día,
poco antes de colgar el cartel de cerrado.
Un enjambre de hambrientos cayó sobre los cubos
y estalló la violencia de los pobres;
a puras dentelladas se agredían
como depredadores en la selva,
sin distinción de edades ni de sexos.
Rodaron por el suelo los yogures
con la fecha pasada,
las barras de pan duro
y algunos tetrabricks que rezumaban
leche sin grasa y zumo de pomelo.
Esto ha ocurrido aquí, en el anochecer
de un barrio moderadamente rico
una tarde que olía a primavera.
El hielo de mi copa
se derritió de culpa en un instante.