domingo, 21 de enero de 2007

GRANDES Y PEQUEÑAS EMOCIONES

Frente al camino del cementerio la muralla brillaba con una luz triste. Llegamos hacia las doce dispuestos a comernos un cordero y a pasar un día agradable entre amigos y nos recibió la noticia de la muerte de Ariadna. Desde que empecé a escribir este Blog, apunte, clumna o qué sé yo lo que es esto -yo tampoco lo sé, te lo juro- he tenido que dar cuenta de la muerte de varios amigos. Ariadna llegó a Sigüenza desde Argentina hace veinte años; no sé si tendría algo que ver, pero las fechas coinciden con otras de triste recuerdo en aquel querido país. Entonces era una chica muy joven dispuesta a establecerse como dentista. Ignoro las circunstacias que la trajeron a este pueblo de Castilla, pero enseguida se integró en el paisanaje del lugar y con su simpatía consiguió convertir el torno y el sillón en algo divertido. En Madrid hay unos pocos dentistas, sin embargo éramos muchos los que nos hacíamos ciento treinta kilómetros para que nos atendiera ella. Aquí nacieron sus hijas que hoy son dos guapas chavalas que hablan con un acento dulce, entre seguntino y porteño. Hace tres años la visitó el cáncer y ella siguió sonriendo y trabajando mientras pudo y animando con su fortaleza a toda su familia. Estoy segura de que antes de irse prohibió a Ricardo, su marido, que se le escapara una sola lágrima; fui a verle y me recibió con una sonrisa tímida, perdido en la frialdad del tanatorio. Ha sido una gran suerte tenerla entre nosotros estos años.

La vida es obstinada y casi siempre se empeña en seguir como si no pasara nada; de manera que el personal tomaba cañas en los bares igual que cualquier sábado y los árboles de la Alameda, están hechos un lío en este enero absurdamente cálido, se preguntaban por qué la gente paseaba sin abrigo y no sabían si terminar de deshojarse o empezar a brotar.

Comimos en la Venta del Miño, a unos cuantos kilómetros de Sigüenza por la carretera de Soria, en medio del áspero campo castellano
. Al llegar el aire estaaba vestido de purísima y oro y el sol arrancaba a la tierra un brillo húmedo y verde; tres horas más tarde el cielo se desteñía en un blanco lechoso y la tierra se había puesto un elegante abrigo color cobre. Tanta belleza junta me sobrecoge y me penetra hasta los tuétanos del alma, si en ese momento alguien me pasa el brazo por el hombro me puedo derretir como la mantequilla al fuego. Devoramos unas setas soberbias y un cabrito del país. Se rieron de mí por la caterva de nietos que tendré este verano y que , según mis amigos, me van a tener presa, aunque Ignacio se brindó amablemente a echarme una mano donde hicera falta. Y me sentí llena de gratitud a tanta gente que me quiere con todas mis varillas, aunque alguna de ellas se le clave; saben que, con una que intentaran quitar, el abanico quedaría inservible.

Al volver a Sigüenza, la campana del convento de las Clarisas se recortaba en su espadaña, negra contra el cielo de la tarde. No sé por qué me entraron tantas ganas de llorar.