Como esta cosa del amor es el menos racional de los sentimientos -y ya de por sí la palabra sentimiento parece la opuesta a razón- se corre el riesgo de que la emotividad nos domine hasta el punto de anular a la lógica y nos hagan daño las cosas más descabelladas; porque en el fondo a veces somos tan vanidosos que tendemos a albergar la absurda pretensión de que con nuestra sola presencia, con nuestra sola existencia, baste y sobre para llenar todos los recovecos del otro y conseguir que se sienta permanentemente el más feliz de los mortales. Y, no contentos con eso, nos creemos que el amor es un salvoconducto que nos da derecho a entrar a saco en cada pliegue de su alma, a destripar sus sentimientos y a analizar sus contradicciones, sus titubeos y sus incertidumbres. Y lo que es peor, nos sentimos heridos sólo porque existan esas contradicciones, esos titubeos y esas incertidumbres.
Una persona ecuánime y razonable normalmente entendería con claridad meridiana que cada uno tiene su propia vida, que el pasado forma parte del presente y no se puede ni se debe borrar de un plumazo, que somos fruto de lo que hemos vivido y, si un amigo le manifestara inquietud por esas cosas, sería capaz de aconsejarle con sensatez y de tranquilizarle; pero cuando esa misma persona ecuánime y razonable es parte de la cuestión tiene que hacer un gran esfuerzo de humildad para no perder la perspectiva. Y aceptar que el amor es un maravilloso privilegio que alegra mucho la vida y la pinta de colores, pero por sí mismo no anula todo lo demás, sólo ayuda a sobrellevarlo; sobre todo si estamos hablando de personas adultas que llevan a cuestas un gran equipaje.
El amor, pese a la leyenda, es egoísta por naturaleza; atrevido, insolente y un poco prepotente. Por eso conviene aderezarlo con una guarnición de generosidad y una buena dosis de discreción. Porque el amor también es un regalo y cada uno regala lo que puede según los recursos de que disponga en cada momento. Y los regalos nunca se deben exigir, es de mala educación.
Está bien intentar hacer la vida lo más agradable posible a la pareja. Pero hay que procurar no ser tan plasta como para no dejarle ni siquiera estar jodido en paz.
No sé si me explico.
Una persona ecuánime y razonable normalmente entendería con claridad meridiana que cada uno tiene su propia vida, que el pasado forma parte del presente y no se puede ni se debe borrar de un plumazo, que somos fruto de lo que hemos vivido y, si un amigo le manifestara inquietud por esas cosas, sería capaz de aconsejarle con sensatez y de tranquilizarle; pero cuando esa misma persona ecuánime y razonable es parte de la cuestión tiene que hacer un gran esfuerzo de humildad para no perder la perspectiva. Y aceptar que el amor es un maravilloso privilegio que alegra mucho la vida y la pinta de colores, pero por sí mismo no anula todo lo demás, sólo ayuda a sobrellevarlo; sobre todo si estamos hablando de personas adultas que llevan a cuestas un gran equipaje.
El amor, pese a la leyenda, es egoísta por naturaleza; atrevido, insolente y un poco prepotente. Por eso conviene aderezarlo con una guarnición de generosidad y una buena dosis de discreción. Porque el amor también es un regalo y cada uno regala lo que puede según los recursos de que disponga en cada momento. Y los regalos nunca se deben exigir, es de mala educación.
Está bien intentar hacer la vida lo más agradable posible a la pareja. Pero hay que procurar no ser tan plasta como para no dejarle ni siquiera estar jodido en paz.
No sé si me explico.