Me ha gustado la imagen de Africa de que el amor es un poema inacabado. Creo que el poema del amor no se acaba nunca de escribir y además debe estar escrito en verso libre o verso blanco, sin fajas de métrica o de rima. Cuando se escribe la última sílaba del último verso, el poema se acaba, y ya solo queda releerlo una y otra vez; entonces se aprende de memoria y se convierte en rutina. Hay que inventar un nuevo verso cada día.
A veces el último verso se escribe con sangre, como ha ocurrido hace unos días en el hermoso y gélido invierno de Sigüenza; un escalofrío ha hecho temblar las torres de la catedral y las campanas han tocado a muerto, porque desde las alturas de piedra han divisado una mancha de sangre de mujer sobre la nieve, al pie del Otero. Esta vez no ha sido una noticia ocurrida en cualquier parte de España, con personas desconocidas; esta vez ha sido en las calles de mi infancia, en los pinares de mi juventud, en los lugares por donde andan mis amigos; y un chico normal, conocido de mis hijos, hijo de unos honrados trabajadores, gente corriente, está desaparecido. Está desaparecido perseguido por la sospecha. Me estremezco pensando en esos padres, en los de la chica que era de fuera y había ido a Sigüenza a buscarse la vida, trabajando de psicóloga en una residencia de ancianos, y ha encontrado la muerte en un campo nevado; y en los del chico, que andan rastreando los montes y que no saben si su hijo es una víctima o un asesino. O quizá ambas cosas.
Y es que el amor, a veces sufre la terrible mutación de los celos, la violencia y el horror y se despierta el monstruo que por lo visto duerme dentro de la gente corriente.
Yo sólo pido que las musas no nos abandonen y podamos seguir escribiendo un poema sin final, construido con la materia que la vida ponga en nuestras manos, porque no hay que pedir peras al olmo; ojalá esa materia sea la felicidad pero cuento con que que a veces será la tristeza o el cansancio o la angustia o el miedo. Porque el amor no nos hace ciegos ni sordos, ni consigue que se esfumen el dolor o los problemas, simplemente acompaña, aprieta la mano, ayuda a levantarse y a sobrellevar la carga.
A veces el último verso se escribe con sangre, como ha ocurrido hace unos días en el hermoso y gélido invierno de Sigüenza; un escalofrío ha hecho temblar las torres de la catedral y las campanas han tocado a muerto, porque desde las alturas de piedra han divisado una mancha de sangre de mujer sobre la nieve, al pie del Otero. Esta vez no ha sido una noticia ocurrida en cualquier parte de España, con personas desconocidas; esta vez ha sido en las calles de mi infancia, en los pinares de mi juventud, en los lugares por donde andan mis amigos; y un chico normal, conocido de mis hijos, hijo de unos honrados trabajadores, gente corriente, está desaparecido. Está desaparecido perseguido por la sospecha. Me estremezco pensando en esos padres, en los de la chica que era de fuera y había ido a Sigüenza a buscarse la vida, trabajando de psicóloga en una residencia de ancianos, y ha encontrado la muerte en un campo nevado; y en los del chico, que andan rastreando los montes y que no saben si su hijo es una víctima o un asesino. O quizá ambas cosas.
Y es que el amor, a veces sufre la terrible mutación de los celos, la violencia y el horror y se despierta el monstruo que por lo visto duerme dentro de la gente corriente.
Yo sólo pido que las musas no nos abandonen y podamos seguir escribiendo un poema sin final, construido con la materia que la vida ponga en nuestras manos, porque no hay que pedir peras al olmo; ojalá esa materia sea la felicidad pero cuento con que que a veces será la tristeza o el cansancio o la angustia o el miedo. Porque el amor no nos hace ciegos ni sordos, ni consigue que se esfumen el dolor o los problemas, simplemente acompaña, aprieta la mano, ayuda a levantarse y a sobrellevar la carga.