miércoles, 3 de diciembre de 2008

CINCO MINUTOS, TODA UNA VIDA

Todos los currantes del Ministerio hemos recibido un e-mail convocándonos para salir a la calle, a las doce en punto de la mañana, a esa absurda ceremonia de los cinco minutos de silencio en protesta por el último -o penúltimo- asesinato de ETA, esta vez un empresario llamado Ignacio Uría. Yo, la verdad, no he salido, estoy harta de símbolos y gestos que no sirven para nada; en estas ocasiones la gente no sabe qué cara poner ni a dónde mirar; unos miran al frente -la mirada clara y lejos- y otros al suelo. Unos cruzan los brazos sobre el pecho y levantan la barbilla con el ceño fruncido, como desafiando al mundo y otros hunden las manos en los bolsillos mientras examinan con mucho cuidado las puntas de sus zapatos. Respeto profundamente a los que han salido -yo misma lo he hecho en otras ocasiones- y espero que mis compañeros no me cataloguen como simpatizante de ETA por haberme quedado en el despacho; lo que sí sé es que a los terroristas se la sopla que yo y todos los funcionarios de los tres ministerios salgamos al jardín a poner cara de circunstancias durante cinco minutos, rompamos en aplausos al final, aprovechemos la ocasión para fumarnos un par de pitillos y volvamos a la mesa. Me hierve la sangre imaginándolos descojonados de risa delante de la tele, cuando en las noticias hagan una barrida a lo largo y ancho del suelo patrio y muestren a un montón de pringaos a las puertas de los edificios oficiales, con la que está cayendo.

No sé, no tengo ni idea de cómo hay que actuar. Pero la salmodia de las declaraciones rimbombantes y las frases hechas ya es que apestan; llevo más de la mitad de mi vida -bastante más- oyendo frases que no quieren decir nada y que pueden intercambiarse de fecha sin que nadie lo note. Y eso yo, que soy muy mayor, pero mis hijos que ya son padres y madres de familia, han nacido con la cantinela, por no hablar de mis nietos. Supongo que aquí no se puede hacer otra cosa que continuar persiguiendo a esos indeseables, como se ha hecho siempre, por otra parte. Y regalarles el mínimo de publicidad posible. Esto es una guerra y en la guerra no se hace propaganda al enemigo.

Sabéis que soy de las que se hizo ilusiones con el tan traído y llevado proceso de paz, lo que me acarreó más de un problema en este blog; y, como todos los días me caigo de un guindo, estaría dispuesta a volver a ilusionarme y apoyaría por enésima vez cualquier iniciativa en ese sentido, de este gobierno o del que fuera. Pero, por favor, que no me pongan el disco de que vamos a ganar, de que están vencidos, de que son los últimos coletazos, de que se ha dado un golpe mortal a la banda, de que yo qué sé qué más, porque ya suena ridículo y el ridículo me desazona mucho. Matar es muy fácil, cualquier descerebrado puede hacerlo y lo harán a la menor ocasión que tengan.

Y cambiando de tercio, confieso que apenas conocía las canciones de Joan Bautista Humet y casi ni su rostro. He oído su nombre durante toda mi vida y sin embargo no le asocio a ningún momento importante ni forma parte de mi iconografía personal. Ha tenido que morir para que empiece a interesarme por su música y descubrir el gran poeta que era. Esto, una vez más, me lleva a lamentar la de cosas que me he perdido y a preguntarme en qué demonios estaría yo pensando para haber coincidido en el tiempo con un pedazo de cantante y poeta como él y no haberme enterado. En mi descargo quiero pensar que le falló o no le interesó el marketing y fue engullido por los Serrat, Llach, Aute, Sabina y otros monstruos del firmamento poético-músical de la transición y más.

Hoy quiero saldar una mínima parte de esa deuda de ignorancia trayendo aquí una canción que podría haber sido escrita ayer mismo. O esta mañana sin ir más lejos. Porque, a pesar de todo, hay que vivir.